Estamos tan acostumbrados a las victorias parciales que no nos atrevemos a apostar por una victoria final. Nuestros logros humanos son estupendos, pero nunca son definitivos, siempre dejan una puerta abierta que cruzar para seguir adelante, como ocurre en los videojuegos, hay siempre más pantallas que hacer. Por ejemplo, la chica que acaba de terminar medicina, se tiene que examinar del MIR para ubicarse en una especialidad. Lo logra, pero tendrá que buscarse plaza fija, luego no podrá quedarse quieta, para mantener su puesto de trabajo hay muchos trabajos de investigación por hacer. Todas las metas en nuestro recorrido por el mundo son metas volantes, la definitiva no llega nunca.

Los avances de la ciencia están muy bien, son victorias para celebrar. El día que llegue la vacuna de la malaria será un éxito sin precedentes, pero esa victoria jamás es retroactiva, no puede curar a los millones de seres humanos que murieron por la picadura de esa bestia mínima que se llama mosquito anopheles. La vacuna contra la tuberculosis no nos trajo de nuevo a Chopin al mundo, una pena.

Por eso, la resurrección de Nuestro Señor es la madre de todas las victorias. La suya sí que ha sido una meta última en la que contemplamos a la muerte muerta. Y ha tenido efectos hacia delante y atrás, la retroactividad se muestra en su bajada a los infiernos. Como en ese cuadro maravilloso de Sebastiano del Piombo que se conserva en el Museo del Prado, el Señor se acerca respetuosísimo a quienes le precedieron, para llevárselos consigo de la mano.

Y para que cada uno de nosotros entre con los dos pies en esta enmienda a la totalidad, no hacen falta exámenes costosísimos ni grandes estudios, sólo un acto racional y diario de confianza en Nuestro Señor, desarrollado serenamente en el tiempo. El contacto con Él nos ayudará a evitar las «obras muertas» que hacemos en vida, menuda paradoja, pero es así. La búsqueda de reconocimiento es una tiranía que desde el primer momento muestra su gusanera de cadáver. La asunción de trabajos indiscriminados, que provoca falta de tiempo para la familia, también lleva en sí su propia muerte. El pecado, la acidia, la holganza, la banalidad del mal, la complicidad disimulada, la desatención, la ausencia de compromiso espiritual, el déficit de interés por las cosas esenciales, todo eso hiede, se pudre aquí abajo. Por eso el Señor nos advertía que ya desde la tierra buscáramos los bienes de allá arriba, los que pasan de puntillas por la muerte y terminan en las manos de Dios.