En las dos lecturas de hoy se ven dos personas para las cuales lo más importante en su vida es hacer la voluntad de Dios: Abraham y Jesús. La actitud que expresa el salmo de “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” se ve reflejada hasta el extremo en los dos casos.

Pero, ¿qué descubrieron Abraham y Jesús para vivir de ésta forma? Estamos en una sociedad donde prima tener claras las cosas, hacer lo que a uno le apetece, decidir por sí mismo lo que uno quiere hacer con su vida, su cuerpo, etc. ¿Es vivir según la voluntad de Dios una propuesta para nuestros días? ¿Si hago la voluntad de otro, aunque éste sea Dios, no voy a dejar de ser yo mismo? ¿Dónde queda mi realización personal?

Para ello lo primero que necesitamos estar seguros es que Dios quiere nuestra felicidad, una vida abundante y ser más plenamente uno mismo. Esto presupone creer que Dios no me viene a quitar nada ni externo, ni de lo que constituye la propia personalidad o talentos humanos.

Uno de los santos de los primeros siglos del cristianismo, San Irineo, lo expresa así: “la gloria y la voluntad de Dios es el hombre vivo”, que quiere decir: en plenas facultades interiores, con verdadera capacidad de ser libre, lleno de esperanza y de amor, desplegando todo lo que es y tiene en servicio de los demás, etc. Dios no viene a manipularnos sino que, como dijo en su día Juan Pablo II, en la Redemtor Hominis 10: “Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre”. Jesús nos muestra la talla de personas que podemos ser; lo que podemos llegar a dar de amor, de lucidez mental, de integridad como personas, de solidaridad con los más cercanos a y a la vez con los más desfavorecidos, etc.

Estas certezas nacen del trato con Dios asiduo, de ir creciendo en la amistad con El hasta llegar a decir como San Pablo: “Sé en quien he puesto mi confianza” (2 Tim 1,12) o en el caso de San Pedro, quien llega al punto de “dejarse ceñir” por Jesús y que El le pueda llevar incluso a donde él nunca hubiera ido. Jesús le da la fuerza de llegar a dar las mayores pruebas de amor (Juan 21). De esta amistad surge el creer profundamente que el proyecto de Dios para mi vida es mejor que mis planes. Esta gran confianza se ve en Abraham y de una forma totalmente radical en Jesús mismo, quien llega a decir después de una noche entera de lucha y oración: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad».

La voluntad de Dios sobre la vida de su querido Hijo no es algo nacido del masoquismo o crueldad, sino que como dijo el profesor Menke de la universidad de Bonn: es el Padre mismo quien sufre con su Hijo, quien se expone al odio y a la violencia de los hombres antes de manipular y obligar a sus hijos a amarle. Tanto el Padre como Jesús pasan por la impotencia del amor ante la libertad del hombre. Desde ahí se entiende que la vida de Jesús fue hacerse uno con el amor de su Padre por cada hombre de esta tierra, de buscar a cada uno, de perdonarles; en definitiva, de unirse a su voluntad de salvarnos a todos, aunque esto le costara la vida. Este camino no es espontáneo para nadie; de ahí se entiende la lucha que también Jesús, como hombre, vivió.