Uno tiene sus miserias. En mayo celebré mis bodas de plata sacerdotales y en 25 años da para hacer un poco de bien y meter muchas veces la pata. Uno de mis problemas es mi carácter. No suelo enfadarme y aguanto que me engañen, me estafen, me rayen el coche sin querer o queriendo o un atasco de dos horas. Me da más pena el que me roba que lo que me roban y cuando la pantalla de este, mi ordenador portátil, termine de rajarse del todo pues tendré que utilizar el de sobremesa, ¡suerte que tengo dos!. Total, que no me suelo enfadar. Pero cuando me huelo que quieren hacer una injusticia y especialmente me tocan alguna de las parroquias en las que he estado, aparece Mr.Hyde y me pierdo yo y los papeles. Así que mis enfados suelen ser con algún feligrés que quiere aprovecharse de la parroquia y, sobre todo, con mis jefes, especialmente el que veo más a menudo, el vicario episcopal. Se me pasa rápido, no soy nadie.

Dios ha tenido a bien, en su entrañable misericordia, que las dos últimas veces que me he enfadado con el vicario y le he dicho de todo menos hermoso, cuando he ido a celebrar Misa a continuación tocaba el Evangelio de hoy (así que pedid para que no me llame hoy a verle que la liamos). Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano «imbécil», tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama «renegado», merece la condena de la “gehenna” del fuego.

Viene muy bien pues acabas la Misa, llamas para pedir disculpas aunque sigas que seguir pidiendo explicaciones, y te sientes más liberado. ¿Quién no tiene problemas de carácter? Tal vez algún santo, pero a mi me queda tanto.

Sin embargo, a pesar de que Dios me da estas lecciones y tal vez esté haciendo oídos sordos al Espíritu Santo, quiero reivindicar el carácter. No el del caprichoso, el niñito o el mimado, sino el del que busca la verdad y la justicia. Creo que en ocasiones, por falta de carácter, por miedo al qué dirán o por perder ciertos beneficios o prebendas se han cometido auténticas injusticias y los cristianos y la Iglesia han perdido en libertad. Lo decía San Pablo: “Ahora bien, el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad.

Mas todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; por la acción del Espíritu del Señor.

Por esto, encargados de este ministerio por la misericordia obtenida, no nos acobardamos”.

No tenemos que tener miedo a defender con uñas y dientes leo que es justo. Si, como nos acusan, en la Iglesia hay mucha porquería habrá que limpiar a fondo, sin miedo y denunciar a aquellos que denuncian falsamente. Y así también en nuestra vida diaria.

Sólo un apunte. El juicio le corresponde a Dios. Podemos indignarnos con las situaciones, denunciarlas y sacarlas a la luz. Aplicar las penas a los que hayan hecho mal para que se corrijan y se conviertan (o para defender a los más pequeños), pero a cada persona sólo podemos desearla el bien y acogerla a la misericordia de Dios. No sé si soy enemigo de alguien, yo sí puedo decir que no tengo enemigos, hasta los que me han hecho mal si me piden algo se lo doy.

Nunca dejemos que en nuestro corazón anide la ira, el resentimiento, el juicio o el prejuicio, el rencor o la violencia. Después del primer enfado sólo puede quedar el perdón: pedirlo o darlo.

No conocemos de la Virgen ningún arranque de “santa ira”, ojalá ella nos de un corazón más grande, más misericordioso y más libre. ¿Carácter? Por supuesto, para el bien.