Cuánto nos cuesta pasar desapercibidos, no buscar el relumbrón por nuestras acciones, o que los demás no reconozcan o no agradezcan nuestras buenas obras. Sí, con la boca chica estamos siempre prontos a decir que no queremos nada a cambio, que no importa que los demás no se hayan dado cuenta, y todas esas cosas que suenan bien; pero, en el fondo, buscamos todo tipo de recovecos para que los demás nos valoren y vean el ejemplo tan bueno que damos. Y es verdad que tenemos que ser agradecidos, porque nos acostumbramos a recibir y recibir de los demás con tanta facilidad que al final terminamos exigiendo su generosidad como un derecho. Pero una cosa es saber corresponder y otra cosa es buscar la recompensa por encima de todo.

Tenemos que reconocer que todos tenemos mucho de fariseos, que actuamos mucho de cara a la galería, manteniendo las buenas formas, eso sí, que para eso hemos convertido el cristianismo en un código de buenas costumbres. Hace falta mucha sinceridad con uno mismo para no dejarse llevar del afán de quedar bien y para no querer buscar la recompensa y el aplauso de los demás. Nos pueden los respetos humanos y ese quedar bien que, al final, nos va acostumbrando sin darnos cuenta a vivir en la medianía y en la mediocridad. ¡Quien esté libre del carrerismo espiritual que tire la primera piedra!

Esperar la recompensa de Dios, buscar solo esa mirada oculta del Padre, capaz de ver lo que nadie ve, eso es un don de Dios. Es la sabiduría de los sencillos, los que aparentemente pasan desapercibidos y son rechazados por los criterios y la sabiduría del mundo. Pero, ojo, que mucha de esa sabiduría mundana se nos cuela por los rincones de nuestra Iglesia, aunque digamos que lo hacemos todo en nombre del Evangelio. Sería un disparate pensar que entre la mano derecha y la mano izquierda puede haber contradicciones, sospechas, críticas, rumoreos… ¿No están las dos manos a las órdenes de la misma cabeza? ¿No han de actuar las dos al servicio del mismo obrar? ¿Qué pensaríamos de una persona que con una mano hace una cosa, por ejemplo se peina, y con la otra hace la contraria, es decir, se va despeinando? Pues así andamos nosotros a veces: con dos vidas paralelas, con dos o más caretas, guardando la imagen allá por donde vamos, aparentando una cosa y pensando la contraria….

La unidad de vida no es algo que se improvisa de un día para otro. Es una conquista de cada día, que se va logrando en las pequeñas y grandes acciones. Pero a base de purificar mucho la intención de nuestros actos y discernir con suma agudeza los movimientos del corazón. La sinceridad con uno mismo nos salva de muchas cosas, entre otras de no hacer el ridículo guardando unas apariencias que, al final, terminan por romperse. Pidamos hoy al Corazón de Jesús esa unidad y coherencia de vida, que, al final, es lo que hace más creíble el Evangelio y nuestra propia vida cristiana.