Cuando llegan noticias de violencia y de muerte contra los cristianos perseguidos de cualquier rincón del planeta, solo por el hecho de que son cristianos, algo se estremece por dentro, solo de pensar en el valor de la muerte de un inocente. Y, sin embargo, el Evangelio de hoy es muy clarito: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo”. Es decir, que nos estremece la muerte de tantos inocentes, solo por el nombre de Cristo, y no pestañeamos ante la muerte moral –es decir, el pecado– en la que andan sumidos tantos de los que nos rodean. No pretendo restar importancia a unos, ni demonizar a otros, pero es que el Evangelio de hoy es claro, muy claro.

Es verdad que hemos deshumanizado tanto las relaciones, que parece que vivimos en un clima de inseguridad, y a la defensiva, por si el vecino con que tratamos llega a ser una amenaza a nuestro bienestar. Y, sin embargo, somos capaces de pasar por delante del pecado, ajeno y propio, sin alterarnos lo más mínimo, o quizá revistiéndolo de buenos y santos motivos que lo justifican. Podemos acostumbrarnos a convivir con el mal moral, propio y ajeno, como podemos acostumbrarnos a ver imágenes violentas de muertes de inocentes, sin que consigan removernos lo más mínimo en el asiento de nuestro sillón. Mientras a mí no me toque…

El Señor nos invita, una vez más, a considerar el valor de la Providencia: “¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre”. El problema es que el hombre moderno ha renunciado a ser hijo y quiere vivir como adulto; pero, ignorando esa paternidad de Dios lo que ha conseguido es vivir como huérfano. Y renunciando a su filiación, el hombre se olvida de que es criatura y pretende ser y vivir como Dios. Por eso, al final solo le queda apoyarse en sus propias fuerzas, con toda la inseguridad que eso genera, porque ya se ve que las fuerzas y seguridades humanas dan muy poco de sí. En cambio, vivir arropados por el amor paterno de Dios, confiados en su Providencia, si bien no resuelve los problemas, ayuda a vivirlos con una fuerza interior, que nada tiene de humano.

Acudamos a este amor providente y paterno de Dios para que nos libre del enemigo del alma, el pecado, que es la causa de la verdadera muerte del hombre. Si cuando cae al suelo un gorrión todo el corazón solícito y providente de Dios está volcado en él, qué no hará por todos y cada uno de nuestros afanes y, sobre todo, qué no querrá hacer para librarnos de la muerte del pecado.