Ha sido noticia estos días la historia del biólogo, fotógrafo y monje budista Matthieu Ricard. Se le considera el hombre más feliz del planeta, a pesar de que no tiene bienes materiales ni amor de pareja. Después de que fuera sometido a mil pruebas de resonancia magnética, su cerebro presentaba una gran actividad asociada al bienestar y a las emociones positivas.

Pero yo me cuestiono si la definición de felicidad consiste en gozar de bienestar. Quizá el problema radique en que no tenemos claro qué es la felicidad y siempre la asociamos a la ausencia de problemas y a la posibilidad de encauzar debidamente todo lo que nos pasa. Pero la felicidad no puede asomar su nariz en soledad. Sin la presencia de otro, uno no sabe que hacer en vida. Yo no sé qué es la felicidad, pero sí experimento que no puedo dármela a mí mismo, porque soy un tipo carencial. Me parezco mucho a Pedro, “Señor, ¿a quien iremos?, sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Y tengo mucho en común con los discípulos del Evangelio de hoy, que cuando se ven sin el Señor cerca, se echan a temblar porque piensan que la tormenta se los va a llevar por delante.

Quizá en esta tierra más que felicidad, que suena a situación irrevocable de plenitud, sólo podemos escuchar “el crujido de la felicidad”. He tenido la suerte de oírlo muchas veces. He visto a un padre haciendo reír a sus hijos, ridiculizándose a sí mismo, y diciéndole a su mujer que es el hombre más afortunado del mundo por tener familia. He oído a una mujer decirme que llevaba toda su vida odiando y que no quería marcharse al más allá con el odio en el cuerpo y, después de una prolongada confesión, he visto cómo hablaba quedamente con el Señor y le decía “gracias”, mientras yo me alejaba de su cama de hospital. He visto a un sacerdote rezar mirando el sagrario como un avaro delante de las minas del rey Salomón.

No sé qué pasa por la cabeza de las personas que viven en estado de comunión con Dios y con los hombres, pero intuyo que a pesar de sus jornadas de insatisfacción, gozan de más felicidad que un cerebro con emociones positivas en constante ebullición. La oración de un cristiano no depende del cerebro, sino de su facilidad para estar en posición de apertura y gozar de una presencia eternamente próxima.