Los curas bien sabemos que los funerales son ocasión de atención por parte de muchos que no han entrado en la iglesia en años. Son cabos de vela que pueden volver a prenderse. Todos somos así, llevamos una necesidad escondida de que alguien nos diga de qué va la vida, y el por qué de tantas alegrías y deterioros.

Preparar un funeral con los amigos o familiares del difunto no es fustigarse con la morriña de quienes lo quisieron. A mí me entusiasman las preparaciones, porque me encanta escuchar cuánto amor sale de la boca del ser humano, y porque el recuerdo de quien narra su historia personal con el difunto, continúa siendo un amor que no nació para morirse.

Leo a Franz Jalics y dice que el amor a Dios, el amor a mí mismo y el amor a los demás se pueden reconocer mutuamente. Lo atestigua esa frase del Señor tan deslumbrante: “Amarás al Señor tu Dios, y al prójimo como a ti mismo”. En un golpe de amor, nos mete a todos.

Ayer celebré el funeral de un anciano de 86 años que fue perdiendo al final de su vida la memoria, la conciencia, ese misterio del cableado interior que tanto nos sobrecoge. Su mujer pasaba de los 80, muy serena, muy guapa. Me cuenta 56 años de casados y siete de novios, como si tanto amor vivido pudiera resumirse. Hay algo que me sobrecoge, “el balance de nuestra vida ha sido positivo, yo lo volvería a repetir todo con él, aunque es evidente que teníamos nuestros defectos. Él me ha querido, como nadie y yo a él como nadie. Yo le decía todas las noches te quiero mucho, te he querido siempre y no te olvidaré, y él respondía “yo tampoco“.

Al sacerdote le impresiona el tamaño del milagro que se esconde en la sencillez, y que se dice en un tono que la mayoría de las veces pasa inadvertido.