“Subió al trono de Egipto un Faraón nuevo, que no había conocido a José”. Otra versión de lo que aparece hoy en el libro del Éxodo es: “ojos que no ven, corazón que no siente”. Los cambios en el gobierno implican normalmente un borrón y cuenta nueva con respecto a los modos de hacer anteriores, con el consiguiente desbarajuste que se produce en muchos corazones. A veces los cambios son claramente a peor: los israelitas lo padecieron en sus propias carnes, llegando incluso al sacrificio de sus niños recién nacidos. Tremendo.
Pero también hay cambios a mejor. Y por eso el Papa Francisco insiste una y otra vez en superar el criterio de “esto se ha hecho siempre así”. Cuando se trata de dar pasos hacia delante, la innovación es casi como una ley. Si algo funciona bien, déjalo; pero si puede funcionar mejor y hacer un mejor servicio, evoluciona, cámbialo. Sin duda ese cambio se ha de hacer con cabeza, con prudencia. Pero también con firmeza.
Es una llamada constante de atención para que pensemos en la razón y el bien que se esconden detrás de las cosas que hacemos en nuestra vida cristiana, en nuestras comunidades y parroquias. No vale simplemente hacer por hacer, sino que es necesario comprender porqué se hacen las cosas así. Es un signo evidente de madurez saber explicar la razón de lo que se hace, argumentándolo bien, exponiendo perspectivas diversas; como es un signo evidente de inmadurez soltar un “siempre se ha hecho así”. Ciertamente no todo el mundo está en condiciones de dar razones exhaustivas, pero aunque sean pocas, siempre se agradecen.
En la Iglesia, como en el resto de grupos sociales, nos sucede lo mismo. Cuando cambia el obispo, o entra un nuevo párroco, o cambia el superior, o el responsable de catequistas o de Cáritas, normalmente se hacen cambios. Y la persona que recibe por ministerio la autoridad para gobernar escucha con frecuencia: “esto se ha hecho siempre así”, sin más razones. Craso error. Entonces se muestra del todo evidente que es necesario cambiar, evolucionar a mejor.
El clericalismo, la rutina, la mundanidad, la tibieza, utilizan siempre el argumento de la comodidad: siempre se ha hecho así. La respuesta de este tipo de personas a los cambios buenos es el enfado, la crítica, la murmuración, la calumnia, el despecho, la envidia. Una manifestación de soberbia, terquedad, pequeñez de corazón y cortedad de miras que no ayuda a crecer y que a veces dinamita comunidades enteras. Una verdadera lástima.
Cuando el pastor o quien hace cabeza busca con rectitud y sabiduría, con prudencia y ecuanimidad la santidad propia y la ajena, es decir, cuando el amor de Dios está detrás de las decisiones, hacemos bien en recibir los cambios con docilidad, aunque nos cueste desprendernos de un modo determinado de hacer.
El amor a la Iglesia se funda en el amor a Cristo. Es por Él que debemos servir a la Iglesia, y de ahí que nuestro corazón no se deba asentar sólo en un modo determinado de hacer las cosas, sino sobre todo en el amor de Dios que las fundamenta. De este modo seremos más dóciles a los cambios propios de los modos de hacer. Cambiará la forma, pero no el fondo. Así ha evolucionado la santidad en la vida de la Iglesia: con la aparición histórica de nuevos caminos y modos de ser santos. El Espíritu de Dios sopla y cambia modos de actuar, pero siempre es Él quien sopla y llena nuestras vidas. Lo dice el salmo: “Nuestro auxilio es el nombre del Señor”, no unas normas y leyes humanas.
Jesucristo lo explica muy bien entrando en los hogares: el amor de Dios tiene prioridad respecto a los amores humanos de familia, y por lo tanto a las costumbres humanas. Romper con ellas por amor de Dios es algo que fortalece nuestra vida espiritual.
“He venido a enemistar”. Esta dura expresión de Cristo la comprobamos en la Iglesia cuando aparecen bandos, facciones, luchas de poder. Todo movido por la pequeñez humana vacía de amor de Dios.
Que amemos mucho a la Iglesia, al Papa, los obispos, sacerdotes y responsables. Pero que lo hagamos por amor de Dios, no por amores humanos. Si no, vendrán los líos.
Al comienzo de este nuevo día que Dios nos regala, mi primera actitud es de agradecimiento: por la vida, por la Comunión de quienes partieron a la Casa del Padre, ruegan por nosotros y nos ayudan a caminar en la alegría y esperanza, por las personas que nos acompañan y apoyan, nos ofrecen su amistad, comparten el Amor a Jesús, son consuelo y Misericordia en las dificultades.
¡Gracias a tod@s! Nos hace bien llevaros en el corazón.
Expresó mi sincera gratitud los Sacerdotes que guían, instruyen y aportan su Sabiduría, sin duda, el conocimiento que nos ayuda a formar un claro criterio.
Después de leer su comentario, no puedo estar más de acuerdo con lo que dice. Es cierto que, a tiempos nuevos y realidades diferentes, hay que abordar con renovada savia, dejar actitudes caducas y cambiar lo que ya no sirve, incorporando todo cuanto edifique y ayude a vivir con más verdad y coherencia la Palabra, siempre nueva, como el Espíritu que la alienta y nos interpela a hacer creíble el Mandamiento de Amor que nos dejó el Señor: …»COMO YO OS HE AMADO».
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Hace pocos días, el P. Francisco ha tenido un encuentro con los responsables y colaboradores, de la distintas actividades de la Pastoral, les ha dicho:
Ustedes trabajan en la pastoral en diversas Iglesias del mundo, y se han reunido para reflexionar juntos sobre el proyecto pastoral de la Evangelii gaudium.
En efecto, yo mismo he escrito que este documento tiene un “significado programático y consecuencias importantes”.
Y no podría ser de otra manera cuando se trata de la principal misión de la Iglesia, es decir, ¡evangelizar!
Hay momentos, sin embargo, en los que esta misión se vuelve más urgente, y responsabilidad nuestra es, tener necesidad de que sea reavivada. Me viene a la mente, ante todo, las palabras del Evangelio de Mateo donde se dice que Jesús “viendo a la gente, sintió compasión porque estaban cansados y agobiados, como ovejas sin pastor”.
¿Cuántas personas, en tantas penosas periferias existenciales de nuestros días, “cansadas y agotadas” esperan a la Iglesia, ¡nos esperan a nosotros! ¿Cómo poder alcanzarlas? ¿Cómo he de compartir la experiencia de la fe, el amor de Dios, el encuentro con Jesús?
¡Cuánta pobreza y soledad, triste y lamentablemente vemos en el mundo de hoy!
¡Cuántas personas viven en gran sufrimiento y piden a la Iglesia ser signo de la cercanía, de la bondad, de la solidaridad y de la misericordia del Señor!
Esta es una tarea que de manera particular compete a cuantos tienen la responsabilidad de la pastoral: obispo en su diócesis, párrocos en su parroquia, a los diáconos en el servicio de la caridad, a los catequistas y a las catequistas en su ministerio de transmitir la fe, a laicos y laicas, en la acogida, cercanía, consuelo y vivencia fraterna, de humana Misericordia.
Ante tantos pedidos de hombres y mujeres, corremos el riesgo de asustarnos y de encerrarnos en nosotros mismos, en una actitud de comodidad, miedo y defensa. Y de ahí nace la tentación de la autosuficiencia, de creernos en posesión de toda la verdad, de ser mejores y más preparados.
También, he comentado algunas veces, que la Iglesia se parece a un hospital de campaña: tanta gente herida, tanta gente herida… que nos pide cercanía, que nos piden aquello que le pedían a Jesús: cercanía, proximidad. Y con la actitud de los escribas, los jueces y doctores de la ley, los fariseos, ¡jamás! – ¡jamás! daremos testimonio de cercanía.
Hay tanto deseo de «trepar», de ser los primeros. No, la palabra es servicio, a los más frágiles, es dar una oportunidad aunque sea humilde y pequeña, y que nadie se sienta rechazado, sino útil, reconocido en su dignidad.
Corrección fraterna hecha con amor, que nadie se atribuya más derechos a ocupar espacios, que todos hagamos sitio al otro.
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Pues creo es la urgencia que no debe hacerse esperar. Sanar las heridas, reconciliarse, llamar y salir al encuentro de aquella@s que están fuera, alejados por diversas causas.
Para eso, es preciso preparar un espacio no sólo físico, sino en nuestro corazón. Poder decir: se acabó «quítate tú para ponerme yo», el que haya Cristian@s de primera y segunda. Nada pues de envidias, rivalidades, recelos.
No sobra nadie en la «viña del Señor». Es la catequesis que se ha de impartir, a quienes están dentro y fuera de la Iglesia, para que todos tengamos claro, qué es significa seguir a Jesús y ser coherentes con el Evangelio.
Vamos a pensarlo bien en este tiempo de vacación y descanso. Que la Luz guíe nuestro obrar.
Que el Señor le acompañe, no le falte nuestra oración. Gracias.
Miren Josune