La meditación de hoy también abarca la primera lectura de mañana jueves, en la que Dios revela su nombre a Moisés en el monte Horeb. El episodio, un hito en la historia de la salvación, queda envuelto en el misterio de la zarza ardiente a través de la cual se establece el diálogo de los dos personajes protagonistas. Se está preparando la Pascua judía, el paso del Mar Rojo, imagen de la que será siglos más adelante la Pascua definitiva: el paso de la muerte a la vida que realizará Cristo, el nuevo Moisés, para toda la humanidad.

Dios se denomina a sí mismo como “Yo soy el que soy”, o más abreviado “Yo soy”. E indica a Moisés: “Así me llamaréis de generación en generación”. Por vez primera revela su nombre en la historia de la salvación. En hebreo son cuatro letras, el tetragránmaton YHWH, a la que se colocan vocales, que dan como resultado Yahveh o Yehowah (Geová), y que se traduce comúnmente como “el Señor”.

Desde ese día, contamos con un nombre —“el” nombre— con el que que dirigirnos a Dios, alguien que ya no es un desconocido, y cuya voluntad empezamos a conocer. Todavía no revela su rostro y por eso aparece en la zarza ardiente, pero está preparando su manifestación definitiva en el Cristo, su Ungido, en quien Yahveh no sólo nos da un nombre al que dirigirnos, sino alguien a quien mirar cara a cara, con quien podamos hablar. Esto es algo característico de la comunicación humana: necesitamos mirar a los ojos del interlocutor para conocerle más y que el diálogo nos lleve a amarlo más. El lenguaje no sólo ha de ser racional y conceptual; también es necesario que sea visual y emocional. Las comunicaciones tecnológicas —advierten los profesionales de la materia—están perjudicando una auténtica comunicación personal en las familias, en las amistades.

Este mirar a los ojos a Cristo es lo que la Iglesia busca fomentar cuando nos pide que en la medida de lo posible, hagamos nuestra oración en la presencia de Jesús Eucaristía, y cultivemos la adoración frecuente. Es verdad que Dios está en todas partes, pero por el misterio de la Encarnación, tenemos un lugar en que el Señor nos mira y nosotros le miramos a Él. Esto ocurre sobre todo en la exposición del Santísimo, cuando el pan eucarístico es mostrado al pueblo por tiempo prolongado, quitando la barrera habitual del breve tiempo de la Misa o las puertas del sagrario.

Tanto en la celebración de la Eucaristía, como en la presencia en el sagrario o la exposición, se produce esta mirada de tú a Tú. Necesitamos mirar y que nos miren. Mucho. Y también escuchar y ser escuchados.

Este es el secreto de los tesoros de Cristo: no los ha revelado a los sabios y entendidos de este mundo, tantas veces autosuficientes y orgullosos de sus conquistas, y tan dados a cuidar que su “status” no se vea socavado o puesto en evidencia. No: lo ha revelado a la gente sencilla, que necesita, que depende de otros, que es consciente de su debilidad y no lo oculta. Gente que, como tú y como yo, necesitamos ser mirados, escuchados, perdonados, consolados.

Qué ternura nos espera cada vez que acudimos a la mirada del Señor. Nada nos protege más, ni nos puede dar más seguridad. Nos aporta el descanso a las fatigas de la vida.

 

No perdamos nunca la sencillez del corazón para que el Señor siempre quiera revelarse a nuestra vida: “nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”.