El judaísmo y el cristianismo no pueden comprenderse sin hacer alusión a la Pascua, el paso del Señor. La primera Pascua se describe hoy en la primera lectura. Se trata de la liberación de la esclavitud y la opresión de Egipto, obrada con gran poder del Señor y por manos del ángel exterminador, y cuyo signo es la sangre del cordero sacrificado untada en las casas de los elegidos, el pueblo de Israel. El alimento que da fuerzas para ponerse en camino se compone de la misma carne del cordero sacrificado, de pan sin levadura y de verduras amargas. En el salmo responsorial aparece la referencia a la copa de la salvación, donde se recoge la sangre del cordero para ser untada en las casas.

La libertad del pueblo requiere la sangre derramada del cordero. Este signo es anticipo de la nueva y definitiva Pascua, que también queda sellada con la sangre de un cordero. En la nueva Alianza, Dios mismo provee el cordero para el sacrificio: Jesucristo, el Hijo de Dios, es el nuevo y definitivo Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

La liberación del pueblo no hace referencia a un reino terreno, como era Egipto: se trata de algo mucho más trascendente, algo de cuya liberación sólo puede encargarse el Señor y no los hombres. Se trata de liberar al pueblo de las ataduras del reino del pecado, el dolor y la muerte. El Cordero es sacrificado en la Cruz y su sangre derramada es untada en las almas bautizadas, convertidas en casas de Dios, en templos suyos.

La Iglesia vive de este sacrificio salvador y redentor, y encuentra en Él su fuente y su culmen. En los sacramentos el cristiano encuentra la fuerza de la acción de Dios, su paso salvador, que nos hace salir de las tinieblas a la luz, nos rescata de la muerte para ir a la vida. Aunque todos los sacramentos se fundan en la pasión, muerte y resurrección de Cristo, especialmente se realiza esto en la Eucaristía: es el memorial, la actualización constante del paso del Señor, de la Pascua, mediante la cual Cristo sigue derramando su sangre y señalando nuestras casas para que los enemigos de Dios no entren en ella y hagan estragos.

 El sacrificio de Cristo es al mismo tiempo la ofrenda que la Iglesia ofrece al Padre. La eucaristía tiene valor infinito no por lo que cada uno ofrece, sino por lo que la Iglesia ofrece: el Cordero de Dios, sacrificado el altar de la cruz. Esta ofrenda es agradable a Dios porque no sólo es un sacrificio de sangre, sino también un sacrificio espiritual, agradable a Dios. La entrega y sacrificio de Cristo se realiza con misericordia, mirando a la humanidad perdida y ofreciendo la vida por ella.

En el evangelio de hoy, Jesucristo afirma, recordando la Escritura: “Misericordia quiero y no sacrificios”. Está indicando que no sólo tenemos que fijarnos en los aspectos externos del ritual del sacrificio, sino entregarnos nosotros mismos, convertirnos en ofrenda agradable a Dios por nuestra misericordia, que nos lleva a mirar a los demás como Cristo les mira.

 

Encontramos así un aliciente más para cuidar especialmente nuestra asistencia a la Santa Misa. No se trata de “ir” a Misa, de ofrecer el sacrificio; se trata de “vivir, celebrar” la Misa, entrando por el pórtico de la misericordia, el corazón de todo el sacrificio. Así será fructífero siempre el paso del Señor por nuestra vida cotidiana, e iremos imitando cada vez más al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.