En la doctrina católica el Antiguo Testamento se lee a la luz de la Revelación de Jesucristo, es decir, a la luz del Nuevo Testamento. Cuando nos encontramos unas lecturas como las que nos propone hoy la Liturgia podemos pensar que existe cierta contradicción, o más bien, que se nos proponen dos caminos diversos: o cumplir los mandamientos que se entregaron a Moisés en el Libro del Éxodo o aceptar la propuesta del Jesús en el Evangelio. No se trata de una cosa o de la otra, si no de las dos. Tenemos que entender el cumplimento de los mandamientos en la dinámica del seguimiento que nos propone Jesús.

Cumplir la ley mosaica podríamos decir que es el mejor modo de preparar la tierra para que la semilla de la Palabra de Dios dé fruto; pensar así, sería en el fondo pensar que existe una división entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Cumplir los mandamientos, tal y como los presenta el Libro del Éxodo, no es diferente del seguimiento que nos propone Jesús, porque la Ley propone una relación con Dios: “Yo soy el Señor, tu Dios” comienza diciendo el Éxodo. En el Antiguo Testamento la relación que Yahweh propone al hombre se hace a través de signos; en el Nuevo Testamento la relación con Dios pasa a través de Jesucristo. Por eso el cumplimiento de los mandamientos es ya parte del fruto que produce la Palabra de Dios sembrada en nuestro corazón, pero esto es sólo un pequeño porcentaje del fruto; estamos llamados a dar el ciento por ciento, a amar incluso a los enemigos, y esto sólo es posible si nos hacemos verdaderos discípulos de Jesús dejando que Él sea todo. Más aún, siguiendo a Jesús daremos un fruto del ciento por uno.