Corría el año 312 cuando Constantino el Grande tuvo que afrontar la decisiva batalla del puente Milvio contra su oponente el emperador Majencio. La historia cuenta que Constantino, por un sueño revelador, hizo poner el crismón en su estandarte y mandó grabar una cruz en los escudos de sus soldados. Fue una gran batalla y Constantino creyó realmente que el signo de la cruz de Cristo le había dado la victoria.

Un año más tarde, el emperador , influenciado por la fe de su madre (santa Elena) y llevado al agradecimiento por aquella conquista, daría carta de ciudadanía a la fe cristiana y pondría fin a las persecuciones contra los cristianos. ¿Se había convertido Constantino el Magno al cristianismo? No parece tanto que fuera así. De hecho, pidió su bautismo pero siempre y cuando estuviera cerca de su muerte. El cálculo era sencillo: quería disfrutar de los bienes de la tierra y llegar con un expediente intachable en el Cielo.

Parece que Constantino había olvidado el pasaje del evangelio de hoy. En este impresionante capítulo 18 de san Mateo, Jesús profetiza algo más radical y exigente: «lo que atéis en la tierra quedará atado en el Cielo y lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el Cielo». Uno no llega al Cielo con el simple derecho de llevar el «carnet de la gracia en regla». Uno llega al Cielo cargado de amor o no llega. Uno llega al Cielo con la impronta de la libertad o no llega. Cada paso en esta tierra importa para el cielo. En el Cielo se vive con plenitud la Ley del amor recíproco, por eso importa desatar en la tierra cualquier lazo de odio o de resentimiento, de envidia o mal deseo, de apego a uno mismo o a lo material. Para vivir allí, importa atar con fuertes lazos de amor entregado las relaciones cotidianas, tanto las cercanas como las ocasionales. Atando para vivir la unidad del cielo, perdonando y siendo perdonados, corrigiéndonos unos a otros con respeto y cariño.

Para Constantino la cruz le hizo ganar la batalla del Milvio para ser un glorioso emperador. Para nosotros la cruz del Señor siempre será nuestra victoria para alcanzar la gloria del Cielo. Pues Jesús crucificado nos impulsa a vivir el momento presente con mayor radicalidad y aprendemos a amarle en cada dolor y en cada crucificado que pasa a nuestro lado. Dándonos además los motivos para apostar de nuevo por el futuro de este mundo y empezar de nuevo cada día.

Es la hora de atar y desatar. Y lo haremos juntos (lo que «atéis y desatéis») en este santo viaje.