Celebrar nuestro cumpleaños significa celebrar con alegría y agradecimiento ese amor de Dios que está en el origen de nuestra existencia. Existes, pero podrías no existir. Y, si existes, existes solo para Dios, hacia el que caminan inexorablemente todos tus días y todos tus afanes. Por eso, celebrar nuestro nacimiento es también celebrar ese otro nacimiento, que el mundo llama «muerte y fracaso», y que Dios llama «encuentro definitivo cara a cara con Él». Tu nacimiento a esta vida es solo un signo y anticipo de ese otro nacimiento definitivo e irreversible con el que iniciaremos la eternidad sin fin en Dios. Y esta vida es sólo una gestación en la gracia, sostenida y alimentada en el seno materno de nuestra Iglesia Madre, hasta que nos dé a luz en la vida divina de la gloria. Pero, hay que nacer cada día a esa vida de Dios. Has de alimentar continuamente en tu alma esa semilla de gloria que recibiste en tu bautismo, si no quieres presentarte un día ante Dios con el rostro avergonzado de una vida entregada al pecado y a la mediocridad.

Dios quiere crecer en tu alma, pero contigo. Tu eternidad en Dios depende también de ti. Cada minuto de tu jornada es una ocasión para nacer un poco más a esa vida de lo alto, que se te entrega a raudales en lo ínfimo y pequeño de los instantes y momentos. En tu vida cristiana, siempre habrás de estar empezando, siempre habrás de nacer de nuevo, si no quieres instalarte en esa tibieza acomodada de quien no quiere crecer por no cambiar de vida. Has de vivir tu vida cristiana con corazón de niño, sí, pero con la madurez y responsabilidad de un padre, que vela continuamente por la vida de ese Dios, que late oculto en el centro de tu alma.

Todos estos ecos nos sugiere la fiesta de hoy: la Natividad de María. Ahora que está tan cuestionada la maternidad, demos gracias a Dios porque nos ha dado una Madre y demos gracias también por los abuelos, Joaquín y Ana, aquellos padres de María que también supieron entregar a Dios los afanes de su matrimonio y la educación de su hija.