El Evangelio de hoy, con ser bellísimo, nos pita un poco en los oídos y puede que hasta nos incomode. ¿Quién de nosotros se atreve a reprender a un hermano cuando le ve pecar? No es fácil hacerlo. Primero, porque para reprender a alguien por un pecado hace falta tener primero una coherencia de vida y una humildad para vivir la continua conversión de nuestros pecados, que no siempre tenemos. Segundo, porque para poder ver la mota de polvo en ojo ajeno, antes tenemos que ser muy conscientes de las vigas que llevamos en los nuestros, porque de lo contrario la corrección se convierte en crítica, murmuración y hasta cotilleo. Tercero, porque como, en el fondo, vamos a lo nuestro, pues, en el fondo, tampoco nos importa tanto el pecado ajeno, dada la cantidad ingente de problemas, agobios y cataclismos que llenan nuestro día a día; así que, allá cada cual, porque hoy la moral se la inventa cada uno a su medida. Y cuarto, porque es mejor que no te metas donde no te llaman, porque el otro, el corregido, no estará por la labor de aceptar tu corrección y te puedes llevar una torta, por lo menos, por eso, por meterte donde no te llaman.

Esto es así, cuando la corrección del pecado de mi hermano no se hace como se debe. El clima idóneo para ello es el de la confesión: con tu hermano, a solas, y pensando en su salvación. Es decir, en el clima de misericordia y de confianza que crea la acción de la gracia en ese sacramento. El problema es que como hoy ya no hablamos del pecado, porque no es lo correcto, porque asusta a la gente, porque eso era de otra época, porque ya no se lleva y porque, en realidad, no existe, se lo inventó la Iglesia en la Edad Media, pues, claro, tampoco hablamos de la confesión, porque no la necesitamos, porque tampoco se lleva, porque también era de otra época y porque eso de contarle a un cura mis pecados, cuando el cura los tiene más gordos que los míos, pues no tiene sentido. Y, sin embargo, ¡qué grande es poder salvar a un hermano del pecado!

El pecado solo se entiende desde el amor de Dios, no desde el legalismo o el moralismo. Y ese amor se descubre en la oración. Por eso, junto con la corrección de la propia vida, el Evangelio también nos invita a la oración. Pero, no hagamos de nuestra oración a Dios una lista de peticiones, como si fuera la lista de la compra. Porque, encima, queremos que nos lo dé todo gratis: Señor, concédeme lo que te pido, pero no me vengas con eso de convertirme, cambiar de vida y evitar el pecado, que bastantes problemas me da la vida como para que Tú también me la compliques más. ¿Os imagináis a Dios haciendo lo mismo con nosotros? Más o menos así: Mira, hijo, hasta que no cambies en esto, esto, esto y esto, y hasta que no te confieses de eso, eso, eso y eso, yo no te daré todas las cosas que me pides.

Cuántos días y días se nos pasan sin haber hecho el mínimo esfuerzo para cambiar de vida, de costumbres, para salir de la mediocridad, para mejorar el carácter, para no murmurar ni criticar, para no poner la zancadilla al vecino, para no sonreír de manera hipócrita, etc. Y al final puede que se nos pasen los años, y hasta la vida, contentos con nuestra tibieza y nuestra fe ramplona. Y sin haber resuelto la lista de la compra.