El salmo de hoy reza: “Dios está con nosotros”. Los extranjeros venidos a Jerusalén dicen a los judíos en la profecía de Zacarías: “Dios está con vosotros”. La alianza de Yahveh con el pueblo se manifiesta en esta característica propia: su presencia real y permanente al lado del pueblo.

Hace una semana, estuvimos en peregrinación por Grecia. Tuvimos la suerte de tener un gran guía conocedor no sólo de la parte meramente turística, sino también de historia, arqueología, filosofía y teología. Recorriendo los diferentes lugares emblemáticos como la acrópolis de Atenas (el partenón), Olimpia y Delfos, nos daba pinceladas de la cultura y la religión que permite entender aquellas preciosas reliquias pétreas. Al hilo de la explicación mitológica de las hazañas de los dioses, semidioses, titanes y héroes que dan razón de ser de muchos monumentos, se tiene la sensación de estar ante relatos más parecidos a las actuales telenovelas que ante una presencia divina salvífica, eterna, poderosa en términos absolutos. Los grandes filósofos griegos criticaron precisamente esto: los dioses experimentan las mismas pasiones de los hombres y comenten a veces los mismos crímenes. Ante unos dioses así, la incertidumbre es grande, pues no sabes si Zeus o Apolo o el que sea, por un ataque de celos va a acabar con la vida de alguien, o va a nacer un hijo suyo porque no se aguanta el calentón. No obstante, los relatos mitológicos hablan mucho del corazón humano, y de la necesidad de redención. Los griegos, a decir de los descubrimientos arqueológicos, eran personas muy religiosas, temerosas de mantener un culto permanente a sus divinidades para acercar a los buenos dioses y alejar a los malos. Y los dioses estaban con ellos, se aparecían, luchaban en batallas a favor de los griegos, incluso tenían hijos con ellos. El relato mitológico se compone muchas veces a partir de hechos históricos como batallas o desastres naturales que se inmortalizan de ese modo.

Estas pinceladas del politeísmo griego nos hablan de la necesidad de tener cerca a la divinidad. Pero están compuestas de abajo arriba: el modo de ser del hombre se proyecta como modelo y plantilla del ser de los dioses. Son proyecciones del espíritu humano, muy dado a la trascendencia y con no pocos aciertos en sus intuiciones. Dibujan un cuadro polifacético y muy humano del mundo divino, en su constante relación con los hombres y la historia. Pero el atropomorfismo de los dioses es quizá su gran debilidad: ellos también son pecadores y entre ellos también se tienen que redimir y enmendar sus propios errores, pecados y desgracias. ¿Cómo pueden entonces ser salvadores de la humanidad? ¿Quién les salva a ellos?

La Historia de la Salvación, en cambio, está dibujada de arriba abajo. El modelo del que se parte no es el hombre, sino Dios, que plasma su imagen y semejanza en el hombre: le da conocimiento y voluntad. El pecado deteriora esa semejanza divina y necesita de redención, de perdón y misericordia para restaurar el daño cometido para recuperar el esplendor de la gloria propia del hombre. Por este motivo, el Señor se hace presente en la historia de los hombres, camina con nosotros, comparte con nosotros las preocupaciones de cada día. Nos ama incondicionalmente y busca para nosotros la redención del mejor modo: su presencia salvífica dista mucho de la presencia de los dioses griegos. Se va revelando poco a poco, desde los orígenes del mundo, pasando por los patriarcas y profetas hasta llegar a Jesucristo, donde se manifiesta en plenitud su Persona, su rostro, su designio salvífico.

El Señor también tiene pasiones, pero nunca cae en el pecado como los dioses griegos. Hoy aparece en el evangelio un ejemplo claro de templanza por parte de Jesús: en un pueblo de Samaria le dan con la puerta en las narices. La ira de los apóstoles “hijos del trueno” (“boanerges”) es contrarrestada y reconducida por la reprensión templada del Maestro, que prefiere marchar a otro sitio. Una segunda oportunidad para esa aldea. Y también para los dos apóstoles encendidos.

Nos quedamos con un detalle: “Él se volvió y los regañó”. El Señor regaña a los suyos cuando se dejan llevar de las malas pasiones. ¿Cómo lo haría, en qué términos? Esta pincelada del evangelio ilumina mucho la preocupación de Dios por sacar la miseria del corazón y corregirla. Lo hace al modo humano, regañando con energía, pero al mismo tiempo con ternura, evitando generar culpabilidad en el oyente advirtiendo al mismo tiempo del error cometido para que se enmiende. Un auténtico arte que le pedimos hoy a Jesús: enséñame a “regañar” bien cuando debo hacerlo. Y también a “ser regañado” cuando yerro y aceptarlo con humildad. Eso cuesta y mucho. Pero son cosas del todo necesarias: necesitamos que nos reconduzcan de nuestras malas pasiones y errores; y también somos instrumentos en manos del Maestro para ayudar a otros en ese proceso de aprendizaje y madurez. No siempre lo haremos bien, pero con la ayuda y ejemplo de Cristo, iremos perfeccionando la “técnica”.

Dios está con nosotros, se preocupa de nosotros, desea nuestra santidad y perfección, está siempre cercano y dispuesto. Y guía y corrige nuestras malas pasiones, como hizo con Santiago y Juan. ¡Gracias, Señor, por ayudarnos a ser siempre mejores! ¡Gracias por iluminar nuestra oscuridad y pecado! ¡Gracias por corregirnos con inmenso amor y ternura! ¡No estamos nunca solos!