Jesús acaba de anunciar algo terrible a los sumos sacerdotes y a los ancianos de Israel: los va a desheredar. Han rechazado la piedra angular y el edificio amenaza con caerse por su negligencia y necedad. No cabe mayor humillación para un judío, un hijo de Moisés y Abraham, que ser expulsado de las promesas mesiánicas y rebajarle por lo tanto a la condición de gentil, apartado del pueblo de la Alianza. Pues eso es lo que acaba de hacer Jesús con los principales del pueblo. Y para terminar de rizar el rizo, entrega el reino a los gentiles.

Hoy no toca hacer amigos.

Ya lo profetizó Isaías con el cántico de la viña y así lo leyeron los judíos durante siglos, pero cuando llega el momento, no saben interpretarlo. El Evangelio y la primera lectura denuncian la infidelidad y negligencia del pueblo, contrastado con la recta intención salvífica de Dios que, con paciencia infinita, hace lo posible por salvar los muebles.

San Pablo pone el contrapunto en medio de esas dos lecturas estremecedoras: para evitar cerrar los ojos y los oídos a Dios, nos exhorta vivir delante del Señor en constante oración, petición y acciones de gracias. Así se mantiene nuestro espíritu en forma para evitar lesiones.

El espíritu fofo de los responsables espirituales de Israel corrompe su mirada, y cegados de orgullo, no ponen remedio, se abandonan en el sofá viviendo de costumbres, según lo políticamente correcto, o lo conveniente en cada momento de cara a la gente, que ellos mismos van determinando a voluntad. Cualquier intento de buscar de verdad la voluntad de Dios, escudriñando la Escritura y empapándose del Espíritu divino les provoca lesiones y daños. Por eso lo evitan. No hay voluntad de cambiar.

San Pablo nos presenta como remedio a este tétrico cuadro un elenco de virtud que contrarreste ese lamentable estado: la oración constante quizá sea el principal. Es vigía del corazón y la cabeza, es decir, el entendimiento y la voluntad. Nos mantiene en forma y alertas para las cosas del espíritu, valorando lo que es noble, recto, virtuoso.

Que luchemos por ser fieles a Cristo dando buenos frutos. Y cuando demos agrazones, que lo pasemos por el altar de la misericordia para que nos sirva al menos de penitencia. Finalmente, constantes en la oración, perseveremos en las buenas obras para que la paz de Dios se haga presente entre nosotros.