Durante estos días leemos el libro de Jonás. Vale la pena que nos paremos a meditar sobre el conjunto del relato, del que podemos sacar enseñanzas para nuestra vida. Aunque en la liturgia han dividido el texto en tres días, podemos intentar una visión de conjunto.

Jonás había recibido un mandato de Dios. Debía anunciar la conversión a los ninivitas. Sin duda se trataba de una misión difícil. Jonás se asusta y huye lejos del Señor. Ha recibido una orden clara y precisa y decide apartarse porque, quizás así, el Señor cambia de opinión o, viendo que se encuentra lejos de Nínive, porque huye en dirección contraria, busque a otro para realizarla. Pero en su huida, al dejar de cumplir la misión encomendada, se desencadena el mal a su alrededor. Una tormenta que amenaza con hacer zozobrar al barco en el que se encuentra. El mal no es sólo para Jonás sino también para los que se encuentran con él. Porque Dios dispone que cada uno de nosotros, al cumplir la voluntad de Dios, no sólo obtiene él un beneficio, sino que contribuye al bien de los demás. Es maravilloso como cada uno de nosotros, en el plan de Dios, podemos ayudar a otros. Por lo mismo, nuestro mal obrar, tiene consecuencias sociales.

En el fragmento de hoy escuchamos como Jonás, tras pasar por la purificación de tres días en el vientre de la ballena, recibe de nuevo la orden del Señor. Bonita lección de cómo el Señor no nos abandona. En ocasiones hemos sido desobedientes, pero Dios no deja de contar con nosotros, aunque tengamos antes que pasar por un proceso de conversión, que nos sumerge en la oscuridad hasta traernos de nuevo a la luz.

Ahora Jonás sí que obedece y predica lo que Dios le ha mandado a los ciudadanos de Nínive. Entonces se produce la sorpresa: los ninivitas, con el rey a la cabeza escuchan el mensaje de Jonás y se convierten de su mala vida. Jonás no podía esperárselo. Tantas veces a nosotros nos sucede lo mismo y caemos en el desánimo. Una de las sensaciones que tengo con el actual Pontífice es que nos invita a no tener miedo de evangelizar, de salir a proclamar en todos los ambientes, la salvación que nos ha venido por Cristo. Es una idea que encontramos en los últimos papas de manera reiterada. Si nos fijamos sólo en nuestras fuerzas o intentamos objetivar la dificultad con una mirada meramente humana quedamos paralizados. En cambio, si creemos en el poder de Dios y en que el Señor da su gracia para que podamos cumplir lo que nos pide, la cosa cambia.

En la lectura de mañana veremos la reacción de Jonás. No se llenó de alegría. No comprendía la misericordia de Dios. No sabemos que había en su psicología, pero parece como si sintiese rabia de que unos grandes pecadores hubieran cambiado de vida tan fácilmente y, además, gracias a su predicación. Era como si le irritara la bondad de Dios. A través de un pequeño signo, un ricino que Dios hace crecer para que proteja a Jonás del sol, el Señor le da una gran enseñanza. Porque aquel ricino después es totalmente comido por un gusano, y Jonás se siente morir. Dios le muestra entonces que si él se duele por esa pérdida, mucho más dolor causa en Dios ver a los hombres alejados de él. Así se nos llama a sentir lástima desde el Corazón de Cristo. El verdadero mal es el de los hombres que no conocen a Dios o que se apartan de él por el pecado. La verdadera alegría es ver como esas personas son transformadas por la gracia e introducidas en el camino de la santidad.