Hoy celebramos la fiesta de la primera Basílica que hubo en la religión Católica. Letrán era un palacio en Roma que pertenecía a una familia que llevaba ese nombre. El emperador Constantino, que fue el primer gobernante romano que concedió a los cristianos el permiso para construir templos, le regaló al Sumo Pontífice el Palacio Basílica de Letrán, que el Papa San Silvestro convirtió en templo y consagró el 9 de noviembre del año 324. Pero, ¿qué tiene que ver esta fiesta con nuestras vidas?

A Través del Evangelio de hoy Jesús nos revela una verdad profundísima y sorprendente: que el templo de Dios no es solamente el edificio hecho con ladrillos, sino que es su Cuerpo, hecho de piedras vivas. Y como San Pablo llega a expresar: “Nosotros somos el cuerpo de Cristo”(1 Cor 12, 27) o en otra parte: “¿No sabéis que sois templos del Espíritu Santo?” (1 Cor 3,16).

Con esta fiesta Dios viene a expresarnos que nuestras vidas y Dios están mucho más unidos de lo que pensamos. Si verdaderamente somos el cuerpo de Cristo, existe una unión muy vital entre Dios y cada uno de nosotros. Si el Espíritu de Dios nos habita, eso significa que nada de lo que vivimos sucede fuera de Dios. Mi trabajo, mis diversiones, mis relaciones suceden en Dios y se podría decir que, tanto para lo buenos como para lo malo, están afectando a Dios directamente. Recuerdo a un joven que cuando despertó a esta realidad exclamó: “¡Pobre Dios, que mal le he tratado cada vez que me despreciaba a mí mismo y me metía de todo en el cuerpo!”

La fe no nos rituales, normas o formas externas a nosotros; se trata de celebrar y vivir  lo que somos. Nuestra identidad más profunda es ser un miembro vital en el cuerpo de Cristo, aunque muchas veces nos sintamos pequeños o pensemos que la iglesia seguirá adelante sin cada uno de nosotros. Cristo es la cabeza de este cuerpo, pero sin sus miembros no llega a poder actuar con toda su fuerza en éste mundo: La cabeza no le puede decir a los pies: ¡No te necesito!( CF. 1 Cor 12, 21)

Nuestra identidad más profunda consiste en desarrollar la “capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como « uno que me pertenece », para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad”, como dice la carta apostólica Novo Millennio Ineunte en el nr. 43. ¡Qué distinto es escuchar las cosas y problemas que acechan a los demás como espectador a creer que también son parte de mi!

Nuestra identidad también nos lleva a superar las envidias y comparaciones y a  ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un « don para mí », además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente.