Sí, porque se puede pecar de prudente. Los hay que por no meterse en líos ni un paso de mínima osadía se atreven a dar. Un amigo le comentó a su abuela que se iba a la India a pasar un verano con los más pobres. Ella le contestó , “hijo, pudiendo no ir, ¿por qué te vas?”. Es verdad que si no se toman iniciativas, uno no se complica. Pero si mi padre no hubiera perseguido a mi madre por la calle cuando la vio por primera vez, yo no estaría escribiendo estas líneas. Y si Pedro no hubiera dejado las redes para seguir al Maestro, habría terminado sus días como la de cualquier pescador de Cafarnaum. Y si Nuestra Madre no hubiera aceptado con inusitada valentía el reto del ángel, el Verbo no habría tocado tierra y nuestra salvación seguiría pendiente.

El Señor dice hoy en el Evangelio que el Padre ha escondido las cosas del Cielo a los sabios y prudentes. No es que el Señor camufle sus secretos a la gente, sino que el tuétano de su mensaje pasa inadvertido a los que desconocen el riesgo. Para ser de los suyos hay que ser diestro en amores, y las palabras que peor visten el amor son: moderación, prudencia, cálculo, sobriedad, mesura, contención. No me imagino una propuesta amorosa de por vida con estos sustantivos de por medio. Nadie se gana el corazón de otro diciéndole “cariño, tú sabes que te quiero prudentemente”.

No fue prudente el paso al frente de Maximiliano Kolbe en Auschwitz, no señor, se jugó la vida por salvar la de un hombre a quien esperaban mujer e hijos. Es imprudente el Papa Francisco, que se va a tierras donde sólo el uno por ciento de la población es cristiana, y además se juega el pellejo en sus discursos si se sale del vocabulario oficial. No es prudente el joven universitario cuya familia de empresarios le augura un futuro consolador, cuando decide hacer unos ejercicios espirituales porque se está pensando la vocación sacerdotal.

Le hemos cogido miedo a un Dios que juzgamos extorsionador del hombre, al que pedirá cuentas de su rendimiento, como al becario en manos de un jefe implacable. Por eso escogemos la prudencia y guardamos el talento, para que nadie nos lo quite, a ver si lo vamos a perder. Pero el que no arriesga no vive. Y nuestro Señor sólo nos pide esa bendita imprudencia del amor.