En torno a Él se daban cita hombres y mujeres heridos en su propia existencia, los que se experimentaban a medio hacer, los lisiados, cojos, ciegos, aquellos que veían el mundo como un panorama sombrío donde aguantarse los dolores. Porque el que sufre sin remedio, la vida es un irremediable dolor. Sólo les quedaba el recurso ultimísimo de ponerse cerca de aquel Hombre cuya presencia podía curarlos. La del Señor no era magia de curandero, sino una manifestación de la propia autoridad. La fuerza no llegaba del conjuro, sino de su mano; no era una fórmula, sino su voluntad. No debe extrañarnos que ante los milagros que hacía, como la tempestad calmada, los suyos se preguntaran “¿quién es éste…?”. El interrogante no recaía en el método que usaba para imponerse a la naturaleza, sino en su persona.

Pero el milagro de una pierna nueva no es la respuesta que el hombre necesita de Dios, porque lo que necesita es una nueva actitud para entender la propia existencia. Aunque vayas tuerto por la vida, si el Señor te concede el milagro de la conversión, verás con nitidez de una vez por todas, y los prójimos serán próximos de verdad. Aquella ciega octogenaria, vecina de casa, me decía con frecuencia “no necesito ver aquello que me da la felicidad”. Había llegado a una comprensión más amplia del sentido de la vista sin buscar otros ojos.

Quizá andemos torpes a la hora de entender la providencia de Dios. Creemos que Dios se manifiesta providente cuando nos provee de cuanto le solicitamos. Más que buscar un Dios providente, buscamos una cuenta bancaria de la que sacar fondos sin límite. La providencia de Dios se produce en toda circunstancia de nuestra vida cuando le dejamos dilatar nuestro deseo de Él. Hoy he tenido la suerte de dar la unción a un moribundo cuya oración ha querido expresarla en voz alta, “Señor, me voy a morir y tengo miedo. Te quiero, pero no me abandones ahora. Has sido tan bueno siempre conmigo…” Y así estuvo un buen rato. He de subrayar que no hablaba de un historial de milagros, sino de amistad. Me puse muy cerca de su oído derecho, porque había perdido la audición del otro, y le dije “calma, calma, no pienses ahora en nada. Estás en las manos de Aquél que tanto te ha acompañado, nada va a cambiar de ahora en adelante”. Y para agradecerme las palabras, me abrazó con la hermosa debilidad de los que están a punto de morirse.

Por eso el Evangelio de hoy no trata de “milagrosos milagros”, sino del otro milagro, el de la Eucaristía. Nuestro Señor no multiplicó los panes y los peces para solucionar el hambre en el mundo, sino para anunciar que Él mismo se multiplicaría en alimento para todo creyente. Porque cuando uno ve saciada su hambre, sigue con las mismas preguntas existenciales de siempre. Pero cuando es Dios quien sacia con la Eucaristía, sobreviene un primer apunte de eternidad.