Nos puede sorprender que en la Octava de Navidad se celebren diversas fiestas que parecen interrumpir el gozo natalicio transformándolo en lamentos por la celebración del martirio, pero hay que comprender que la Fiesta de Navidad, aunque celebra un hecho histórico, lo hace desde un punto de vista teológico. De hecho, la fiesta de san Esteban, el primero de los mártires, celebrada en toda la Iglesia desde muy antiguo en la Octava de Navidad, pone de relieve el destino o la finalidad para la que el Hijo de Dios se hace carne: nobis natus- nobis datus (cf. Himno Pange lingua) nace para entregarse, es Amor en el pesebre y sufrimiento en la Cruz, nace para morir y de este modo testimoniar el Amor del Padre.

Así la fiesta de san Esteban es el correlato de la Navidad. El relato del martirio del primero que rubricó con su sangre el ser seguidor de Jesús, nacido en Belén, que escuchamos en la primera lectura, está construido con la “plantilla” de la Pasión de Cristo y cumple la profecía de Jesús en el Evangelio que se proclama en la celebración Eucarística.

No es necesario huir de lo entrañable que resulta la celebración de la Natividad del Señor; es, de hecho, el signo más caritativo y misericordioso de Dios para con el hombre, pero tenemos que dejar a un lado el sentimentalismo barato al que estamos acostumbrados a empaparnos en Navidad. La cosa es mucho más seria. El Señor se hace hombre para amarnos hasta el extremo, y nos invita a que, como san Esteban, le sigamos en su vida y en su muerte, dando testimonio, así, del amor que Dios nos tiene.