Isaías 60, 1-6

Sal 71, 1-2. 7-8. 10-11. 12-13 

Efesios 3, 2-3a. 5-6

San Mateo 2, 1-12

“Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti”.

“También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio”. La Epifanía, o manifestación de Dios a todas las gentes, nos da la oportunidad, cada 6 de enero, de avivar en nuestros corazones el deseo por llevar a todos un único mensaje: “Dios quiere que todos los hombres se salven”. Y, curiosamente, la tradición cristiana se ha servido de la imagen de los “reyes magos” llevando regalos a los niños para que cale en todas las familias lo gratuito del amor de Dios. ¡Qué gran don el saber que hemos sido queridos por lo que somos, no por lo que tenemos!… ¡hijos en el Hijo! Semejante herencia jamás ha sido soñada por nadie en la historia de la humanidad. A pesar de todo, hemos dado por supuestas tantas cosas, que apenas valoramos el gran regalo de Dios.

“Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con Maria, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron”. Aquellos magos de Oriente debieron planear con sumo cuidado y detalle el viaje que emprenderían tras la Estrella. Lo curioso del relato es que no mostraron estupor ante la imagen de una familia que se alojaba dentro de una gruta porque carecía del bienestar más elemental. Todo lo contrario, el evangelista nos dice que “cayendo de rodillas lo adoraron”. Para aquellos que saben buscarla, es evidente que la gloria de Dios es capaz de darse a conocer entre lo más pobre y humilde.