Miércoles 17-1-2018 (Mc 3,1-6)

 

«Había un hombre con parálisis en un brazo. Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo». Jesús vuelve un sábado más a la sinagoga y, como siempre, una multitud considerable se agolpaba para escuchar sus palabras y contemplar sus milagros. Sin embargo, el evangelista nos detalla que en el mismo lugar había dos tipos de personas, con dos miradas distintas sobre Jesús. Por un lado, los fariseos allí «estaban al acecho», espiando los movimientos del Señor para así pillarle en un renuncio, acusarle ante los demás y acabar con él. No les importaba el bien que pudiera decir o hacer, sólo tenían ojos para espiar y acusar. En el otro lado encontramos a un hombre tullido y necesitado, que había acudido ese sábado a la sinagoga buscando sencillamente que Jesús le curara. Con su mirada reconoció a su salvador y así le permitió hacer el milagro. Dos miradas sobre Jesús, ¿cuál es la nuestra?

 

«Echando en torno una mirada de ira, y dolido de su obstinación le dijo al hombre». También el evangelista nos habla de una doble mirada de Jesús, que responde a la mirada del hombre. Ante la cerrazón y obstinación de los fariseos, el Señor, Dios y hombre verdadero, experimentó un sentimiento tan humano de ira y dolor. Dolor por aquellos que se cierran de antemano al mensaje de salvación, dolor por los que no le permiten la entrada en sus vidas, dolor por quienes no le quieren reconocer. Ciertamente, Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad, y necesita de nuestro sí para poder obrar los milagros que cambien los corazones. Y Jesús se duele de verdad en su corazón de hombre por cada persona que le rechaza.

Sin embargo, la mirada que Jesús dirige al tullido es de compasión y ternura, propia de aquel que ha venido al mundo «a buscar y a salvar lo que se había perdido». Toda la escena queda resumida en ese cruce de miradas, en el encuentro entre la misericordia del Dios hecho hombre y la miseria del hombre necesitado que se abre a Dios. Una mirada que descubre la enfermedad, la cura y restaura al hombre hundido en la pobreza. En este pasaje podemos contemplar al Corazón humano de Jesús en acción, derramando su misericordia sobre todos los hombres, tanto sobre los que le reconocen como los que no.

 

«Extendió el brazo y quedó restablecido». Antes de la curación milagrosa, Jesús le pide al tullido una decisión final: «levántate y ponte ahí en medio». Toda la sinagoga tendría los ojos fijos en él, también sus parientes, y los fariseos. Su decisión daría que hablar en todo el pueblo, pues se enemistaría con los escribas para siempre. El hombre sabía muy bien que si se levantaba no volvería a ser el mismo. Y, sin embargo, se levantó. Aquel hombre no se dejó vencer por los respetos humanos ni paralizar por el miedo al qué dirán. Al contrario, descubrió que merecía la pena dar un paso al frente para así hallar la salvación. Jesucristo nos llama a nosotros también, ¿estaremos dispuestos a levantarnos ante el asombro y el desconcierto de la multitud, extender nuestra miseria y dejar a Dios actuar?