La curación de Naamán es un relato con muchas enseñanzas. Cristo, en el Evangelio de hoy, lo utiliza a modo de bofetada moral a sus incrédulos vecinos de toda la vida, con los que él se había criado. Los nazarenos escuchan y miran incrédulos al hijo de María y José. Les cuesta encontrar en él al Mesías, pues le conocen desde niño, y han estado miles de veces en esa misma sinagoga con él. A muchos de ellos, Jesús les había arreglado puertas, muebles, tejados… Y ahora viene de nuevo hecho todo un Rabbí, precedido de la gran fama que ya tenía a causa de los diversos milagros que había hecho en otros lugares. “¿Jesús, el Mesías? ¡Ni hablar!”

Pasa muy a menudo que cerramos los ojos a cosas grandes porque no llaman la atención o no vienen envueltas en papel brillante, con un lazo vistosísimo. De forma innata, tendemos a ser como las urracas: nos llama la atención lo brillante. Es la cárcel en la que viven tantos coetáneos nuestros: un mundo de apariencias, diseñado por el orgullo, amueblado por la comodidad, ambientado por la vanidad y decorado por el placer sensual. Una auténtica cárcel para el espíritu humano, que siendo águila, prefiere la forma ratera y codiciosa de la urraca.

Para ir más allá de las apariencias hace falta cultivar los valores del espíritu. Cristo es la mejor escuela para ello, pues detrás de su apariencia humana se esconde la misma presencia de Dios en medio del mundo. Y también el camino para encontrarle muy cerca, donde él quiere estar: con nosotros, en medio de nuestras vidas. De la mano del Señor queremos aprender a hacer una lectura más profunda sobre lo que ocurre en nuestro interior y también en la vida del mundo.

El ataque de orgullo de Naamán sirve de ejemplo. Le han pedido algo realmente sencillo: que se bañe siete veces en el Jordán. Pero su orgullo había montado una película de ciencia ficción sobre lo que esperaba de ese encuentro: ritos llamativos, gestos vistosos, fuego, sonidos estruendosos, terremotos… ¡Tantas veces nos pasa a nosotros! Vivimos como en nuestra propia película, en la que Dios —una mala proyección de nosotros mismos— tiene que hacer de las suyas. Pero eso no es la realidad, al menos en la que el Señor quiere que estemos. Es evadirse. Y no es propio de Cristo vendernos mundos imaginarios, ni tampoco quiere que nos metamos en ellos, salvo cuando leemos buenos libros —que sirven para eso—.

La voz de la humildad la ponen los siervos de Naamán, quienes de modo humilde y sabio bajan a su jefe a la realidad. Gracias a la voz de la conciencia, representada en esos siervos, Naamán recibió su ansiada curación. ¡Pero casi se queda igual que venía!

El encuentro con Jesús lo hacemos en la vida de cada día. Basta saber encontrarle. Ya sabemos que él siempre nos busca. Seamos muy humildes y estemos atentos a las cosas cotidianas: encontraremos, si mantenemos el orgullo a raya, cada vez más a Jesús. Señor, ¡envía tu luz y tu verdad, que ellas nos guíen y nos conduzcan hasta tu santa morada!