En el ofertorio de la Misa, después de la presentación de las ofrendas de pan y vino, el sacerdote dice una oración tomada de la primera lectura de hoy: “Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro”. Cuando celebro Misa, me gusta decirla no tan bajo como se debe, pues esta súplica del libro de Daniel ayuda a muchas personas a entrar más en oración.

Esta súplica hace referencia a la ofrenda de nuestra pobreza, incapaz de alcanzar la santidad por nosotros mismos; a quien es Santo, debemos ofrecer un arrepentimiento sincero de nuestros pecados. Es así porque la ofrenda que a Dios le corresponde, el culto tributado a Dios, tendría que ser perfecto, pues Él es nuestro Dios y Señor, el tres veces Santo. Pero la experiencia de nuestro pecado nos hace incapaces de darle a Dios aquél culto que realmente se merece: una ofrenda perfecta y un culto perfecto.

Por suerte, Dios mismo nos da la ofrenda perfecta que tenemos que ofrecerle: su Hijo Jesucristo. El relato de Abrahán que leímos la semana pasada fue profético: “Dios proveerá el cordero”. En cada Misa, el Cordero de Dios vuelve a entregar su vida como culto perfecto de obediencia a Dios y perfecto en el amor. ¡Cuánto tenemos que meditar esta realidad, que es la más profunda de lo que ocurre en Misa!

Para beneficiarnos de esta acción divina, hemos de sentirnos mendigos de la misericordia divina, invitados a un auténtico espectáculo salvífico de amor, unidad y misericordia en el que a nadie le gustaría estar sin las debidas disposiciones ni el traje apropiado. Y me refiero sobre todo al interior de nuestro espíritu. Es el Misterio de la fe, la obra que Dios constantemente hace a diario para salvar al mundo y llevarnos cada día hacia Él.

El hecho de reconocer nuestros pecados e implorar la misericordia de Dios —tema de la lectura, el salmo y el evangelio— conlleva una gracia especial del Señor. Para sentirnos perdonados, mirados con misericordia, hemos de acudir con humildad a Aquél del que brota el perdón y la paz. ¡Y cúanto deja de esto en nuestros corazones cuando lo recibimos correctamente!

Una de las cosas más tristes que ocurre en el confesonario es cuando un penitente, después de hablar un rato acerca de ciertos asuntos delicados o bien una vida en estado de pecado, termina por no arrepentirse y marcharse enfadado. ¡Cuánto tenemos que amar la verdadera penitencia! No es la que nosotros queremos, sino la que nos pide el Señor. En realidad, la penitencia es nuestro camino de liberación del amor propio y el orgullo: no es una carga, sino una entrega por amor de Dios y por amor a Dios que nos hace cada vez más libres de nuestras propias pasiones.

El corazón contrito y humillado es condición para vivir en comunión con Jesús, quien ha venido a perdonarnos y a sanarnos. Es un acto de verdadera humildad que nos lleva a convertir nuestro corazón a Dios y a conocer nuestra pobreza personal y nuestro pecado. Sólo así podemos experimentar esa gran llamada que nos hacer Jesús a ser perfectos como el Padre es perfecto. No se refiere a la perfección nuestra, sino a la suya, que nos es regalada cada día en ese perfecto acto divino que es la Misa. Señor, recuerda tu misericordia.