“Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”. La fidelidad puede definirse como una cualidad propia del amor de Dios. Él es fiel a lo que promete y desea que aquellos a quienes se dirige correspondan con la misma moneda.

La fidelidad bien vivida hace estable nuestra vida. En primer lugar, fidelidad a los amores (espos@, padres, hermanos, amig@s…); fidelidad al trabajo como modo de realización personal y cauce del desarrollo económico; fidelidad al compromiso con la sociedad (vecinos, obligaciones y derechos públicos). También fidelidad a uno mismo en aquello que consideramos nuestros principios vitales y morales. Y por supuesto, fidelidad a la Alianza con Dios, que habría que situarla en el primer apartado: fidelidad a nuestros amores.

En cambio, la infidelidad engendra múltiples monstruos y fantasmas en nuestra vida: debilidad, tristeza, inseguridad, rencor, celos, envidias, iras, mal de amores… Uno de los móviles más común en los delitos de sangre es el crimen pasional, y suele tener como epicentro la no correspondencia del amante, es decir, su in-fidelidad en sentido amplio.

El Señor no puede ser infiel. Así es de grande y estable el amor que Dios nos tiene. Y de esta fidelidad nace la identidad del amor conyugal. El matrimonio está llamado a ser fiel porque es manifestación del amor fiel de Cristo con su pueblo, la Iglesia. Él nunca nos deja, ni se cansa, ni nos desprecia. Aunque incluso le acusemos de ser del bando enemigo, como hoy se nos relata en el Evangelio.

El amor es por esencia fiel, es decir, llamado a no romper nunca la comunión de vida y amor que se establece entre dos personas (un “yo” y un “tú”). Es imagen misma del amor de Dios, y del amor que hay en el interior de Dios. Aplicado al amor humano, adquiere su carácter más alto cuando amamos a Dios con intensidad. Entonces nos sentimos amados e hijos predilectos, y esto nos da una gran seguridad porque es como una roca sólida sobre la que construir una vida entera.

Dios es celoso de su pueblo porque es mucho el amor que derrama. Cuanto más amor se pone en algo, más empeño tenemos en que permanezca y dé frutos. Y esto se aplica al deseo de Dios de que todos los hombres vivan de su fidelidad y amor.

El reverso tenebroso de la infidelidad tendríamos que mirarla siempre como un alejamiento del amor, al cual debemos siempre retornar. Y aunque vivamos esa experiencia de ser infieles al Señor o a las personas que queremos, intentaremos pedir perdón y restaurar el mal hecho ahogándolo con más amor. No puede haber tiempo dedicado a las lamentaciones, a la culpabilidad, al “si no lo hubiera hecho”. Todo eso es fruto de la misma infidelidad, que busca no pensar nunca en el camino de vuelta.

Quizá podamos acudir al cántico cuaresmal más conocido: ¡Dios es fiel, guarda siempre su alianza!