En la primera lectura nos anuncia el Señor por el profeta Isaías: “mirad: yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva: de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento, sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear”. No se trata sólo de algo que sucederá al mundo, encierra también una promesa de transformación para cada uno de nosotros. Es el triunfo de Cristo sobre nuestro pecado y nuestra muerte, que comienza a darse ahora.

Estamos casi a la mitad del recorrido de la Cuaresma. Tiempo especial en el que la gracia nos hace tomar conciencia de nuestros pecados concretos, no tanto de nuestra condición de pecadores, y, sobre todo, del poder transformador de la misericordia de Dios. Este es el camino de la conversión: “la conversión a Dios es siempre fruto del ‘reencuentro’ de este Padre, rico en misericordia” – Juan Pablo II, Encíclica Dives in mesicordia, 13 -. Es un tiempo propicio para dejarnos “visitar” por la gracia de Dios en el sacramento de la misericordia, en la confesión, poniendo más delicadeza en los actos propios del penitente (cf. Catecismo de la Iglesia Católica: 1450-1461), particularmente en el dolor; dejar que Él vaya poniendo en nuestro corazón los sentimientos del suyo en la meditación de la Palabra de Dios. El encuentro con Dios en Cristo suscitará en nosotros el amor y abrirá nuestro espíritu al otro, de modo que el amor al prójimo ya no es un mandamiento, por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Benedicto XVI, Encíclica “Dios es amor” 31).

Como nos relata el evangelio de hoy, nuestro Señor no es indiferente a la petición de curación del hijo del funcionario real. Un corazón a la medida del corazón de Cristo no puede ser indiferente. El Papa Francisco nos recuerda en su mensaje para la cuaresma el riesgo de instalarnos en una actitud de indiferencia, que “ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia”, y nos lo propone como “uno de los desafíos más urgentes” sobre los que quiere llamar nuestra atención. No hay verdadera conversión si no nos abrimos a los hermanos, si no salimos al encuentro de sus necesidades. No podemos olvidar que la caridad tiene contenidos concretos: “tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme (Mt 25, 35-36). Las obras de misericordia son un camino seguro de conversión, un fruto saludable de caridad y señal de la transformación obrada en nosotros y con nosotros. Verdaderamente, muchas veces constatamos que no está a nuestro alcance ayudar a resolver las situaciones que hacen sufrir a los hombres, pero siempre estará a nuestro alcance visitar a los enfermos, dar limosna (cuando menos de nuestro tiempo y cariño), acoger sin juzgar al hermano (que no significa estar de acuerdo y aprobar lo que piensa o cómo vive), compadecernos del sufrimiento del otro (padecer con, hacer del algún modo nuestro el padecimiento del prójimo), encomendarles al Señor. Y otros muchos caminos que se nos pueden ocurrir. El amor es creativo y capaz de encontrar siempre una solución o un modo de suavizar el sufrimiento de los demás. Pero es necesario dejarse enseñar a amar, la solución: mirar a Cristo.

En la parábola sobre el rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31), Jesús nos hace una advertencia: el riesgo de cerrar nuestro corazón hasta el olvido del otro, hasta la incapacidad de amar (cf. Benedicto XVI, Encíclica “Spe salvi” 44). Epulón no es condenado por ser rico, sino por desentenderse del pobre Lázaro. Que nadie nos resulte indiferente, esto sí está al alcance de todos.