Saludamos un nuevo día que Dios nos regala, no un día más cualquiera, sino un día para vivirlo intensamente, en plenitud. Salgamos hoy de nuestras preocupaciones y egoísmos y vayamos al encuentro del otro. Amemos con todas nuestras fuerzas a todo el que se cruce en nuestro camino, en el otro descubrimos la presencia silenciosa de Dios, amarle es amar a Dios en persona.

Esto es lo que hacía el Señor, ese era su estilo. Lo comprobamos sin cesar al leer el evangelio. Hoy el texto que la liturgia nos propone nos habla precisamente de esto. Jesús está en Jerusalén, cerca de la puerta de la muralla llamada de las ovejas. Allí se encuentra la piscina que en hebreo se llama Betesda. Era una piscina importante de cinco pórticos, todavía hoy se pueden ver los restos arqueológicos. Muchos enfermos, atraídos por las propiedades terapéuticas de aquellas aguas, acudían a la piscina para ser sanados de sus dolencias.

“Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dice: ¿Quieres curarte? Le respondió el enfermo: Señor, no tenga a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro baja antes que yo. Jesús le dice: Levántate, toma tu camilla y anda”.

Jesús pudo pasar de largo de aquel hombre, pero no, se fijó en él, le amó concretamente en su necesidad, le atendió y le curó. Nada fue más importante para el Señor en aquel momento que atender al paralítico. Para el cristiano este estilo de actuar debe ser algo cotidiano. Amar es nuestro distintivo, pero no un amor abstracto, teórico. Hay que salir fuera de la comodidad, de los propios intereses y abrir nuestro corazón a los otros. Esto es lo que Dios quiere y lo que trae esperanza al hombre.

Nada más amigos, de todo corazón, les deseo buenos días.