Comentario Pastoral

LA MAÑANA DE PASCUA

El alba radiante del domingo de Pascua es la imagen de Cristo Triunfante, que al salir del sepulcro ilumina una creación nueva y eterna. Es el anuncio de la última mañana, del gran día del Señor, la Parusía, el día que no tendrá ocaso. En la liturgia de Pascua la Iglesia no se cansa de festejar este día contemplando amorosamente, con emocionada gratitud, las maravillas que hizo el Señor. Todos los días son de Dios. Pero este domingo, es obra particular de Cristo Jesús, que en él hizo resplandecer su gloria convirtiéndolo en el día de la vida triunfante. Después de las penitencias de la Cuaresma y los sufrimientos de la Semana Santa la Iglesia descansa en el gozo de su Señor, que ya no morirá más.

En esta mañana de Pascua, durante la Edad Media, se hacía en muchas iglesias una procesión en la que se presentaba la llegada de las santas mujeres al sepulcro y su diálogo con los ángeles. Hoy día, en muchos pueblos y ciudades de nuestra patria se conserva la costumbre de celebrar la expresiva procesión del encuentro de Cristo resucitado con su Madre, la Virgen. Todo es blanco en esta mañana radiante, hasta el manto de la Dolorosa.

En la mañana de Pascua tuvo lugar la primera aparición de Jesús a María Magdalena. Ella estaba llorando, sola, junto al sepulcro. Creía que lo había perdido todo. «Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Ve a Jesús y no lo reconoce; las lágrimas le impiden ver que tiene ante sí al mismo a quien buscaba, al llorar no reconoce a quien lloraba. La vista, los sentidos no sirven ya para reconocer a Jesús en su nuevo estado de cuerpo resucitado. «Entonces Jesús le dijo: María». Hasta este momento no había reconocido ni el rostro ni el aspecto ni la voz de Jesús. Pero al oír pronunciar su nombre es liberada de su desconfianza y enviada a anunciar el gozo de la resurrección.

Hoy todos somos enviados a los hermanos para encontrar y ver en la fe a Cristo resucitado. ¡El está en los demás! Lo encontraremos en donde haya dos o más reunidos en su nombre. En la asamblea litúrgica de este domingo de Pascua podremos vivir la alegría en la certeza final y el gozo de ver al Señor presente en el sacramento de la Eucaristía. Ser cristiano es creer en la resurrección de Cristo, es creer que la muerte se torna en vida, la tristeza en gozo, la prueba en gracia. El cristianismo es luz y alegría.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43 Sal 117, 1-2. l6ab-17. 22-23
san Pablo a los Colosenses 3, 1-4 san Juan 20, 1-9

 

de la Palabra a la Vida

Después de la gran alegría que es para la Iglesia la noche de Pascua, la vigilia pascual, merece la pena también poder contemplar, en la mañana de Pascua, las luces de la aurora, antes de esa primera luz María va al sepulcro, que es iluminada en su piadosa peregrinación. Esa primera luz es la que acompaña a los dos discípulos en su carrera hasta la tumba vacía. En definitiva, esa primera luz de la mañana es la que ha contemplado Cristo vencedor cuando la vida ha mostrado su fortaleza sobre la muerte, la luz sobre la tiniebla. Esa aurora anuncia que, a partir de ahora, todo es diferente. Ahora tenemos una luz que ya conoce ocaso, que pasó por el ocaso precisamente para hacerse eterna, para ser vencedora. Cada año, la Iglesia nos ofrece en el día de Pascua este evangelio para que, al igual que lo es la aurora, vayan apareciendo los testigos del resucitado. Aquellos que vieron y no vieron, María Magdalena, Pedro y Juan, tenían que entender lo que habían escuchado, estudiado y rezado hasta entonces en la Escritura. Ellos, los que estuvieron allí y allí os vieron, preludian a los que, desde el siguiente domingo, no verán, pero serán más dichosos aún. Y es que, si nuestra fe se asienta sobre la resurección de Jesucristo, también podemos decir que nuestra fe es sostenida por los testigos de la resurrección de Jesucristo. El anuncio de la victoria de Cristo no ha llegado solo hasta nosotros, no ha sido infundido misteriosamente en nuestro corazón de forma coincidente, sorprendente: han sido testigos los que nos lo han comunicado. Las columnas de nuestra fe fueron aquellas que corrieron, bajaron al sepulcro, pudieron pasear por allí, tocar lo que había y, desconcertados pero dichosos, volver a anunciar al grupo la buena noticia. Nos gustaría poder comparar su experiencia con cualquiera de las nuestras, aproximarnos a lo que vieron, a lo que su corazón reconoció, pero no es posible: solamente su asentimiento prepara el nuestro. Su callada confesión de fe en el sepulcro, en lo profundo del corazón, dio paso a un anuncio kerigmático, concreto y feliz, del misterio sucedido. Ahora la Iglesia puede empezar a creer. Ahora el misterio pascual de Cristo no solamente ha sucedido, también ha comenzado a ser anunciado. Lo que aquellos vivieron en el sepulcro, en el evangelio de hoy, es el germen de lo que poco después anunciarán en Jerusalén, en la primera lectura de la misa del día. Si la muerte ha sido vencida, si a pesar de la obstinación de los hombres que por nuestros pecados hicimos pasar al Hijo de Dios por el suplicio de la cruz, este ha resucitado, entonces todo ha sido renovado. Todo ha sido renovado significa que todo encuentra ahora su sentido perfecto: la alabanza del Señor de la creación, de un nuevo poder sobre todos los demás. Y así, si la creación es renovada por la Pascua, tal y como advierte la segunda lectura, también el hombre debe acoger y participar en esa renovación. La conversión, la transformación, la renovación de cada uno de nosotros, no nace de iniciativas humanas, sino que ha de nacer de una experiencia de sumergirse en el misterio pascual, y de emplear en ello las fuerzas de la Pascua, las fuerzas del Espíritu. Pascua es una invitación a dejarnos transformar, como Cristo se ha dejado renovar por la Trinidad en el sepulcro.

La Iglesia repite, desde hoy, durante toda la octava: «Este es el día en que actuó el Señor». La resurrección de Cristo conlleva dejarle actuar. Ha comenzado un tiempo nuevo, donde el poder que ha de manifestarse no es el nuestro, el de nuestras palabras, nuestras energías, nuestras planificaciones: es el de Cristo vivo. Esto hace que la Iglesia viva en la espera, de domingo a domingo, hasta el domingo sin ocaso. Aquello que los testigos nos han contado se hace presente cada domingo, cada día: que se haga presente también por nuestra vivencia pascual.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Recientemente, en diversos lugares, se está difundiendo un ejercicio de piedad denominado Via lucis. En él, como sucede en el Vía Crucis, los fieles, recorriendo un camino, consideran las diversas apariciones en las que Jesús -desde la Resurrección a la Ascensión, con la perspectiva de la Parusía- manifiestó su gloria a los discípulos, en espera del Espíritu prometido (cfr. Jn 14,26;
16,13-15; Lc 24,49), confortó su fe, culminó las enseñanzas sobre el Reino y determinó aún más la estructura sacramental y jerárquica de la Iglesia.

Mediante el ejercicio del Via lucis los fieles recuerdan el acontecimiento central de la fe- la Resurrección de Cristo- y su condición de discípulos que en el Bautismo, sacramento pascual, han pasado de las tinieblas del pecado a la luz de la gracia (cfr. Col 1,13; Ef 5,8).

Durante siglos, el Vía Crucis ha mediado la participación de los fieles en el primer momento del evento pascual -la Pasión- y ha contribuído a fijar sus contenidos en la conciencia del pueblo. De modo análogo, en nuestros días, el Vía lucis, siempre que se realice con fidelidad al texto evangélico, puede ser un medio para que los fieles comprendan vitalmente el segundo momento de la Pascua del Señor: la Resurrección.

El Vía lucis, además, puede convertirse en un óptima pedagogía de la fe, porque, como se suele decir, «per crucem ad lucem». Con la metáfora del camino, el Vía lucis lleva desde la constatación de la realidad del dolor, que en plan de Dios no constituye el fin de la vida, a la esperanza de alcanzar la verdadera meta del hombre: la liberación, la alegría, la paz, que son valores esencialmente pascuales.

El Vía lucis, finalmente, en una sociedad que con frecuencia está marcada por la «cultura de la muerte», con sus expresiones de angustia y apatía, es un estímulo para establecer una «cultura de la vida», una cultura abierta a las expectativas de la esperanza y a las certezas de la fe.

(Directorio para la piedad popular y la liturgia, 153)

 

Para la Semana

Lunes 2:

Hch 2,14.22-33. A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos.

Sal 15. Protégeme, Dios mío, que me refugio en tí.

Mt 28,8-15. Comunicad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán
Martes 3:

Hch 2,36-41. Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesús.

Sal 32. La misericordia del Señor llena la tierra.

Jn 20,11-18. He visto al Señor y ha dicho esto.
Miércoles 4:

Hch 3,1-10. Te doy lo que tengo: en nombre de Jesús, levántate y anda.

Sal 104. Que se alegren los que buscan al Señor.

Lc 24,13-35. Lo habían reconocido al partir el pan
Jueves 5:

Hch 3,11-26. Matasteis al autor de la vida; pero Dios lo resucitó de entre los muertos.

Sal 8. Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Lc 24,35-48. Así está escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día.
Viernes 6:

Hch 4,1-12. No hay salvación en ningún otro.

Sal 117. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

Jn 21,1-14. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
Sábado 7:

Hch 4,13-21. No podemos menos de contar lo que hemos visto y oído.

Sal 117. Te doy gracias, Señor, porque me escuchaste.

Mc 16,9-15.l Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.