Lunes 2-4-2018, Octava de Pascua (Mt 28,8-15)

 

«Las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría». ¡Cristo ha resucitado! Jesucristo, un hombre como nosotros, ha sido el primero que ha atravesado el umbral de la muerte y ha vuelto a la vida lleno de luz, gloria y claridad. Con su amor hasta el extremo, ha vencido las tinieblas del pecado, del sufrimiento y de la muerte. Este es el anuncio que recorre en estos días de un lado al otro de la tierra: ¡Cristo vive! Él no es un muerto, un personaje importante del pasado, una bonita historia pero que en fin se quedó en su tiempo hace dos mil años. No. Él es el que vive para siempre, vive para estar con nosotros, vive para darnos vida. ¡Cristo vive! Un anuncio como este es demasiado grande e impresionante para celebrarlo en un solo día. Por eso, la Iglesia, como desbordada de gozo y alegría, celebra la Resurrección de Jesucristo durante ocho días como si fueran el único día del domingo de Pascua. Un solo día tan grande que se alarga una semana para interiorizar y descubrir esta verdadera buena noticia que nos cambia la vida. Esto es la Octava de Pascua que dura desde este lunes hasta el domingo siguiente: un gran domingo, el gran domingo. Y, por si fuera poco, la Iglesia alarga este domingo durante 50 días del tiempo de Pascua. Verdaderamente, la alegría que celebramos hoy los cristianos es demasiado grande para un solo día.

«Jesús les salió al encuentro y les dijo: “Alegraos”». Asistimos en esta lectura a la primera aparición del Resucitado que nos transmiten los evangelistas. Él sale al encuentro, en primer lugar, de unas mujeres desconcertadas e impresionadas por el anuncio de los ángeles. Ellas vuelven a toda prisa a anunciarlo a los discípulos. Ciertamente, no saben qué creer. La noticia es evidente por el sepulcro abierto y vacío, pero es demasiado grande como para asimilarla. Mientras regresaban corriendo a la ciudad, Cristo mismo les sale al paso y procuncia su primera palabra: “¡Alegraos!”. Esto es lo primero que tiene que decir el resucitado a la humanidad, a ti y a mí: “¡Alegraos, alégrate!”. En la mañana de la Resurrección no hay lugar para el temor, el dolor o el llanto. El sol radiante comunica una alegría inmensa. No una alegría humana, ni una sensación de satisfacción o bienestar, ni un otpimismo vacío y hueco. Cristo transmite la verdadera alegría, la alegría que sólo Él puede dar. Es la alegría del cristiano que sabe que, suceda lo que suceda, hay un Amor y una Vida que son más fuertes que el pecado, el sufrimiento y la muerte. Cristo ha vencido a todos nuestros miedos, y por eso ya no podemos sentir angustia ni aflicción. Así, el cristiano se caracterizará a partir de entonces y siempre por la alegría.

«Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies». La emoción de este encuentro es demasiado grande como para que medien las palabras. Cuando dos enamorados se reencuentran después de una prolongada ausencia, sobran las palabras y abundan las muestras de cariño. Las mujeres no dudan, saben que es Él. Por eso, ante ese Jesús al que habían amado y servido, al que habían llorado y enterrado, caen rendidas en adoración. Es bueno muchas veces volver a la frescura del primer encuentro con el Resucitado. Cuando nuestra oración se llena de palabras ruidosas, es hora de acercarnos a Él, postrarnos en silencio ante Él y abrazarle los pies, con la intención de no soltarle jamás.