Martes 3-4-2018, Octava de Pascua (Jn 20,11-18)

 

«“¿Mujer, por qué lloras?” Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”». Tras el descubrimiento del sepulcro abierto y vacío, todas las mujeres volvieron corriendo a Jerusalén a contar a los apóstoles lo ocurrido. Todas, menos una: María Magdalena. Ella no puede despegarse de su Señor, no puede abandonarle en este último trance. Por eso, es ella la que se queda junto al sepulcro, llorando no sólo la muerte, sino la desaparición del cuerpo de Jesús. Parece que ni enterrado le dejaron los judíos en paz. La escena es verdaderamente conmovedora y llena de ternura. Nadie es capaz de consolar a la Magdalena en su llanto por la asuencia del amor de su vida. Ni siquiera los ángeles son capaces de ofrederle una palabra de aliento en su dolor. María llora con amargura la muerte del Maestro; ¿y tú y yo hemos derramado lágrimas al contemplar a Jesús muerto, yaciendo en un sepulcro? Porque es en este momento de soledad, y no en el tiempo de las grandes multitudes, cuando hay que dar la cara por Jesús.

«Ella da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús». Creo que casi tendríamos que pedir permiso para acercarnos a esta escena tan intensa, llena de finura y delicadeza de Jesús. El segundo encuentro del resucitado es el más íntimo, personal y vibrante que nos han transmitido los Evangelios. Jesús se aparece a aquella mujer adúltera que había perdonado y salvado de la lapidación, a la que le ungió los pies con perfume y lágrimas antes de padecer, a la que le acompañó hasta los pies de la Cruz. Ella había dado su vida por Él, hasta el punto de no poder separarse de su tumba. Y Jesús le sale al encuentro, pero sin revelarse, aumentando todavía más el deseo y el anhelo de María. Él espera, aguarda el momento oportuno, se esconde detrás de las ventanas cerradas para rondar al alma que está en vela. María no lo sabía, pero Él estaba ahí. Y como a ella, se acerca discretamente a cada persona para llamar a las puertas del alma que ama: “¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras? / ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, / que a mi puerta, cubierto de rocío, / pasas las noches del invierno oscuras?” (Lope de Vega).

«Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice: “¡Maestro!”». Pero Jesús ya no puede esperar más. Y se descubre de la manera más maravillosa que uno puede imaginar: pronunciando el nombre de María. Cuando éramos niños, no nos hacía falta volvernos para saber que era nuestra madre la que nos estaba llamando. Todo, su timbre de voz, su dulzura, su forma de pronunciar las sílabas… nos indicaban que era ella. Con Jesús pasa lo mismo. La Magdalena reconoció al instante esa voz que tantas veces la había llamado por su nombre, ese nombre que nadie pronuncia como Él. Su voz inconfundible resuena en los oídos de María como resonó aquel “tampoco yo te condeno”. Y resonó porque ella había guardado en lo profundo de su corazón el recuerdo de aquella voz que un día le perdonó y salvó.