Sábado 7-4-2018, Octava de Pascua (Mc 16,9-15)

«Jesús, resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena». El evangelista san Marcos incluye al final de su Evangelio un apéndice que recoje, a modo de resumen, las principales aparciones del resucitado: a la Magdalena, a los dos de Emaús y a los once apóstoles. Podríamos decir que la Iglesia nos pone este pasaje del Evangelio precisamente hoy, cuando ya casi se acaba la Octava de Pascua, para que recapitulemos todo lo que hemos vivido en estos días. En la semana que ahora concluye hemos procurado revivir con todos los discípulos el mismo domingo de la Resurrección del Señor. Hemos entrado en el sepulcro vacío, hemos acompañado a María Magdalena, a los dos caminantes, a Pedro y a sus compañeros… En un solo día Jesús cambió por completo las vidas de muchas personas, ¿y la tuya, la mía? Es bueno que nos preguntemos: ¿qué ha supuesto para mí en esta semana, en mi vida ordinaria, en mi día a día, la experiencia del encuentro con el resucitado?

«Les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado». A lo mejor, Cristo ha resucitado y yo no me he enterado… A lo mejor no he sido capaz de reconocerle caminando a mi lado, llamándome por mi nombre, mostrándome sus llagas. O, quizá, simplemente, no he querido creer a aquellos que afirman que ha resucitado. Todos tenemos dentro esa incredulidad y dureza de corazón que el Señor echó en cara a sus discípulos, porque nos resistimos a aceptar algo que nos supone un cambio radical de vida. No da lo mismo que un hombre haya resucitado o no, que Jesús esté vivo para siempre o no. La elección no es indiferente. Además, Dios no se ha querido manifestar de un modo tajante, terminante, público y glorioso. Al contrario, Él no se manifestó resucitado a todo el pueblo, sino sólo a unos pocos testigos que tenían que convertirse en apóstoles de su Resurrección. El anuncio más grande se confía a unos pocos (y muy falibles) hombres. ¡Sorprendente decisión de Dios!

«Jesús les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”». Precisamente por este modo de obrar de Dios, que confía su mensaje a unos testigos, el mandato misionero está íntima e indisolublemente ligado a la experiencia del resucitado. Encontrarse cara a cara con Jesús vivo implica necesarimente el deseo de compartir este acontecimiento con cuantas más personas, mejor. Igual que nosotros lo hemos recibido de otros a los que hemos creído, tenemos que transmitirlo a muchos más. A muchos más, no; a todos. «A toda la creación», no hay fronteras: amigos o enemigos, cercanos o lejanos, ya creyentes o no creyentes, ateos o agnósticos… Nos envía a todos los hombres. A Dios le gusta el boca a boca, de amigo a amigo, de corazón a corazón. Es así como Él hace las cosas. Así este mensaje, salvación para todos, se extendió en pocos años desde una esquina recóndita del Imperio romano hasta las cuatro puntos cardinales del mundo conocido. Simplemente, porque unos pocos hombres se limitaron a contar lo que habían visto y oído.