Santos: Hermenegildo, Eugenia de Córdoba, mártires; Martín I, papa; Carpo, Urso, Marcelino, obispos; Papilo, diácono y mártir; Agatónica, Agatodoro, Eleuterio, Zoilo, Teodosio, Justino, Quintiliano, Dadas, mártires; Sabas Reyes Salazar, sacerdote y mártir; Ida, virgen; Ida, viuda, condesa de Boulogne, beata.

Es el tiempo de la España visigoda. Leovigildo se queda como único soberano del reino desde el año 573. No le queda otro remedio que hacer respetar su dignidad regia con medidas nada sofisticadas y sí enérgicas, incluidas las precisas para asentar y extender las fronteras contra los suevos, los francos y los bizantinos.

Contra la costumbre electiva germánica, impuso la vía hereditaria. Mal debieron aceptar este cambio los nobles que veían reprimidas sus posibilidades de ascenso; esta fue una de las causas de tanta rebelión y tanta guerra.

Pronto vio Leovigildo la conveniencia de asociar a su gobierno personas de toda confianza como eran sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo.

Cuando toda la corte es arriana, a Hermenegildo no se le ocurre otra cosa que casarse con Ingunda, princesa católica franca (lo de franca se refiere a su lugar de origen). El hecho debió de caer muy mal en la familia real visigoda; por razones políticas y por odios personales de la rencorosamente anticatólica madrastra de Hermenegildo, Godsvinta, se organiza un plan para conseguir la apostasía de Ingunda, pero aquello no dio resultado. Para evitar que la tensión del palacio salte al pueblo hispanorromano, que es católico en su mayoría, se ve la oportunidad de enviar a Sevilla, lejos, a Hermenegildo, como representante real y no como soberano independiente, que esto último no casa con el programa de unidad que tiene forjado Leovigildo.

El rey desea incrementar su política religiosa imponiendo la religión arriana a todos sus súbditos; un concilio de obispos arrianos reunido en Toledo da el visto bueno a los planes del rey. Se pusieron todos los medios para conseguir la masiva apostasía de los católicos con disposiciones tan drásticas y duras que llevaron a muchos a la claudicación por cálculo o miedo; incluso el obispo Vicente de Zaragoza se pasó al arrianismo. La reina Godsvinta alienta ese tipo de persecución, que se traduce en destierros, expropiaciones, cárcel y castigos corporales. Hubo también fracaso y resistencia, apoyada por los obispos como Masona en Mérida, Leandro en Sevilla, Fulgencio en Écija, Frominio en Agde, y otros más. No era un acierto; aquella persecución más separaba que unía.

Hermenegildo vive en paz en Sevilla; ya le ha nacido su hijo Atanagildo. Coincide en la Bética con el campeón de la fe católica, Leandro, y sus hermanos; son las lumbreras del saber tanto en la sede episcopal como en el claustro. Con su trato y la ayuda de Ingunda, Hermenegildo va adquiriendo poco a poco la formación suficiente para descubrir el abismo que separa al arrianismo del catolicismo: la divinidad de Jesucristo y la naturaleza de la Santísima Trinidad. Con nuevas perspectivas de fe, abjuró del arrianismo y recibió el nombre de Juan en su bautismo.

En Toledo se enfurecieron con la noticia. Empiezan a considerar que es preciso abortar aquella situación. En Sevilla, los hispanorromanos católicos se agruparon en torno al gobernador, que debe ahora luchar entre la lealtad a su padre –el rey– y la fidelidad a su pueblo católico, tan vejado con las imposiciones arrianas que le inducen a la apostasía.

San Leandro consigue en Bizancio promesas de ayuda; ciudades de Lusitania, suevos y francos también prometen estar al lado de Hermenegildo con su apoyo. Hermenegildo midió sus fuerzas con las que disponía su padre y se proclamó rey. Luego se sucedieron las casas de forma rápida. Leovigildo se apoderó de Cáceres y Mérida, compró con dinero a los bizantinos mediterráneos, cortó el paso a la posible ayuda de los suevos, y Hermenegildo tuvo que refugiarse en una iglesia para seguir vivo. Allí le promete su hermano Recaredo la misericordia del Rey si se entrega, y lo trasladaron a Sevilla y a Valencia. Escapado de la prisión, y pretendiendo salir a Francia, lo apresaron en Tarragona, donde fue asesinado por Sisberto, al negarse a apostatar de la fe y a recibir la comunión de manos de un obispo arriano, en el 585.

Un historiador que se tenga por imparcial solo verá en la muerte de Hermenegildo, la consecuencia de una traición. La aclamación espontánea de los que vivieron en su época fue la que se da a un mártir; porque, pudiendo obrar de otra manera, Hermenegildo se jugó el tipo por exigencias de la fe, y acaudilló el levantamiento de un pueblo machacado por imposiciones tiránicas encaminadas a provocar una apostasía generalizada de la fe cristiana en aras de la unidad de la patria. El hecho del culto se apoya en su modo heroico de ser fiel a la religión. Así lo expresa el cuadro El triunfo de san Hermenegildo del Museo del Prado de Madrid, realizado por Francisco de Herrera el Joven, en 1654, para el altar mayor del convento de los Carmelitas Descalzos de Madrid, representando al rey visigodo Hermenegildo, triunfante tras su conversión al catolicismo.

De todos modos, la muerte de Hermenegildo tuvo unas consecuencias impensadas. A los dos años de su fallecimiento, aconsejaba su padre Leovigildo a Recaredo –en el mismo lecho de muerte– que se convirtiera al catolicismo y quizá de ese modo lograra la unidad que él no pudo conseguir.

Sixto V canonizó a Hermenegildo, previa petición de Felipe II en el milenario de su martirio, el 14 de abril de 1585.