Comentario Pastoral

SARMIENTOS VIVOS DE LA ÚNICA VID

En el discurso de la «última cena» el evangelista San Juan ha colocado muchos temas típicos de su teología y de su mística. En la perícopa que constituye la lectura evangélica de este quinto domingo de Pascua se nos presenta la relación de intimidad que hay entre Cristo y la Iglesia, a través de la parábola de la vid y los sarmientos.

Jesús es la vid única que el Padre ha plantado en el corazón de la historia para que dé el máximo de frutos posibles en el campo del mundo. Nosotros somos los sarmientos que la Pascua ha hecho
brotar en el árbol fecundo de la cruz. Jesús es la vid pletórica de la savia de salvación que pasa al
fruto y forma racimos estallantes de fe, esperanza y amor cristianos.

El sarmiento tiene que estar unido a la vid para fructificar en uva buena y convertirse luego en vino excelente de la mejor cosecha. El cristiano tiene que permanecer unido a Cristo, tiene que ser rama fresca de la planta viva de la Iglesia, para no estar destinado a la perdición. Quien no persevera en Cristo se seca, porque la savia espiritual no sube hasta él. Y es arrancado para ser fardo de combustión en el mundo, donde todo arde y pasa. Los sarmientos secos y áridos, al borde de la viña son una seria interpelación contra el falso sentido de autonomía y libertad, que hay dentro del corazón humano.

Al igual que el sarmiento fecundo, que necesita poda, el cristiano tiene que purificar siempre su fe para liberarse de las limitaciones que impiden el continuo crecimiento hacia la madurez. Toda poda es una dolorosa experiencia para formar parte de una Iglesia sin mancha ni arruga.

En el Evangelio de hoy se nos repite el valor y la necesidad de la permanencia en Cristo, que significa no abandonar los compromisos bautismales ni escaparse a países lejanos de la fe, como
hijos pródigos. Permanecer en Cristo es permanecer en su amor, en su Espíritu, en su ley nueva, en su cruz.

El cristiano tiene que fructificar, es decir, manifestar con obras y palabras, que vive inmerso en la moral pascual del amor de Cristo. Los criterios para examinar la autenticidad del amor cristiano
son la vertiente existencial (los hechos) y la perspectiva teológica (la verdad).

En la Eucaristía el cristiano bebe el vino de la nueva y eterna alianza, sacado de la vid verdadera en el lagar de la pasión. La sangre de Cristo es la bebida saludable que Dios ofrece a todos los que permanecen unidos en el nombre de Jesús en la Iglesia.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 9, 26-31 Sal 21, 26b-27. 28 y 30. 31-32
san Juan 3,18-24 san Juan 15, 1-8

de la Palabra a la Vida

El fruto de la Pascua es la Iglesia. La muerte y la resurrección de Cristo han dado origen a una comunidad viva, que regida por la ley del amor y con la tarea de anunciar el evangelio, permanece en medio del mundo dando fruto en la medida en que permanece unida a su Señor. Por eso el quinto domingo de Pascua nos invita a reflexionar sobre el fundamento de nuestra vida de fe y, sobre todo, el fundamento del vínculo con el Señor. Ese vínculo es la Iglesia.

Juan emplea para explicarlo el lenguaje propio de la agricultura, lenguaje por otra parte muy querido en el Antiguo Testamento, donde el recurso a la vid como imagen de Israel y a su viñador, aparece en los libros proféticos y en los salmos. Para el Dios de Israel, la viña era su pueblo, pero Israel se comporta como una viña infiel, que agradece su crecimiento y su fecundidad a otros que no son su Dios. La Alianza y la fecundidad están en juego en la fidelidad con la que responde Israel a su Señor. Dios ha llegado incluso a trasplantar la viña, llevándola de la esclavitud en Egipto a una tierra mejor, más libre y fecunda, en Canaan, y ahora hará todo lo posible porque dé fruto abundante.

En el evangelio de hoy, se recalca que la unidad en la Iglesia no es un adorno hacia fuera, algo conveniente por mostrar: es la condición necesaria para asegurar que yo estoy ciertamente unido a Cristo, que el fruto de la Pascua obra en mí. Y quien está unido a Cristo da fruto abundante. Es interesante fijarse en que el fruto lo da cada uno en la Iglesia, mis esfuerzos, mi fidelidad, mi constancia con el Señor, pueden dar fruto en mí, pero también es muy posible que no lo hagan, o que no experimente los beneficios de mi tarea, sino que sea la misma Iglesia la que, misteriosamente crezca. Es lo que sucede por la unión de la vid con los sarmientos: también los sarmientos están unidos entre sí y se benefician los unos del bien de los otros.

Por eso, el discurso de Jesús en el evangelio de Juan es un discurso eclesial, que manifiesta la preocupación de Cristo por hacer crecer la Iglesia que Él ha fundado. Injertos en ella damos fruto, pero también para ella. Es por esto que la Pascua tiene que abrir los horizontes del creyente mucho más allá de sus objetivos miopes: la savia que corre por nuestras venas es el don del Espíritu, que Cristo entrega en la Pascua a sus discípulos, y es por esto por lo que la unión entre los creyentes es verdadera, profunda. Cristo es la vid que une a los sarmientos compartiendo con ellos la savia de la vida, el Espíritu Divino.

Así se entiende tan bien que el amor al prójimo sea un mensaje esencial del que vive la Pascua. San Juan lo advierte en la segunda lectura, cuando recuerda que dar fruto supone creer en Jesús y amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, como Él nos ha mandado. Son los movimientos propios de quien actúa motivado por la gracia, por la acción de la gracia en nosotros. Después de un mes de tiempo pascual, el creyente ha de plantearse entonces su experiencia eclesial: ¿Cuál es mi relación con la Iglesia, con los miembros más cercanos del pueblo de Dios? ¿Busco ayudar, fomentar la comunión, o con mis decisiones o palabras creo discordia, críticas, dudas? ¿Reconozco la llamada profunda del Señor a obrar según su amor, incluso cuando no hago así?

La celebración de la Iglesia es el tiempo en el que entro de forma dinámica en esa comunión: ¿La vivo con el deseo de lo que Cristo quiere, de esa comunión con el cuerpo por el Espíritu? Hagamos esta búsqueda de unidad, pues es la experiencia de los que, siendo más o menos amigos por aquel entonces, comprendieron que lo más importante era el amor y el Espíritu de Dios que la Iglesia les daba.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

La Escritura da testimonio de que en los nueve días entre la Ascensión y Pentecostés, los Apóstoles «permanecían unidos y eran asiduos en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la Madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hech 1,14), en espera de ser «revestidos con el poder de lo alto» (Lc 24,49). De la reflexión orante sobre este acontecimiento salvífico ha nacido el ejercicio de piedad de la novena de Pentecostés, muy difundido en el pueblo cristiano.

En realidad, en el Misal y en la Liturgia de las Horas, sobre todo en las Vísperas, esta «novena» ya está presente: los textos bíblicos y eucológicos se refieren, de diversos modos, a la espera del Paráclito. Por lo tanto, en la medida de lo posible, la novena de Pentecostés debería consistir en la celebración solemne de las Vísperas. Donde esto no sea posible, dispóngase la novena de Pentecostés de tal modo que refleje los temas litúrgicos de los días que van de la Ascensión a la Vigilia de Pentecostés.

En algunos lugares se celebra durante estos días la semana de oración por la unidad de los cristianos.

(Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, 155)

Para la Semana

Lunes 30:

Hch 14,5-18. Os anunciamos esta Buena Noticia: que dejéis los ídolos vanos y os convirtáis al Dios vivo.

Sal 113B. No a nosotros, Señor, sino a tu nombre da la gloria.

Jn 14,21-26. El Paráclito, que enviará el Padre, será quien os lo enseñe todo.
Martes 1:

Hch 14,19-28. Contaron a la Iglesia lo que Dios había hecho por medio de ellos.

Sal 144. Tus amigos, Señor, proclaman la gloria de tu reinado.

Jn 14,27-31a. Mi paz os doy.
Miércoles 2:
San Atanasio, obispo y doctor. Memoria.

Hch 15,1-6. Se decidió que subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros
sobre la controversia.

Sal 121. Vamos alegres a la casa del Señor.

Jn 15,1-8. El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante.
Jueves 3:
San Felipe y Santiago, apóstoles. Fiesta.

1Co 15,1-8. El Señor se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles.

Sal 18. A toda la tierra alcanza su pregón.

Jn 14,6-14. Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces?
Viernes 4:
San José María Rubio, presbítero. Memoria.

Hch 15,22-31. Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las
indispensables.

Sal 56. Te daré gracias ante los pueblos, Señor.

Jn 15,12-17. Esto os mando: que os améis unos a otros.
Sábado 5:

Hch 16,1-10. Ven a Macedonia y ayúdanos.

Sal 99. Aclama al Señor, tierra entera.

Jn 15,18-21. No sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo.