En el Evangelio de hoy vemos cómo los judíos sufren el mismo mal que tantas veces nosotros: a pesar de que Jesús nos muestra todo tipo de evidencias de que Él es el Mesías, de que Él es Aquel a quien nuestro corazón tanto anhela, no terminamos de creerlo y, por tanto, de reconocerlo.

Pero esto, lejos de desalentarnos, podría ser una fuente de esperanza para nosotros: ¡Dios cuenta con que muchas veces somos incrédulos! De hecho, este pasaje se sitúa en la fiesta de la Dedicación del Templo, fiesta judía que conmemora la liberación del pueblo en tiempo de los Macabeos. Por tanto, el lugar era ideal: estaban buscando la verdadera liberación.
El problema es buscar la liberación a nuestro modo y no hacerlo desde la apertura a la acción gratuita y amorosa de Dios. Así, cuando, como los judíos, intentamos, de un modo u otro, chantajear a Dios, ponerlo a prueba, exigirle que nos diga en cada momento lo que queramos que nos diga o imperarle un testimonio de su grandeza cuando nos venga en gana.

La lectura evangélica de hoy nos puede invitar a reflexionar sobre cómo nos dejamos caer en las manos de Dios, si es que lo hacemos. Pero no sólo podemos quedarnos en el cómo hacemos o no lo que deberíamos hacer como cristianos, sino que, como dice el Señor, debemos pedirle. Así, hoy se presenta un gran día para clamar a Jesús: Señor, haz que confiemos en ti, que no dudemos de que tú siempre estás junto a nosotros y nos acompañas. Concédenos la gracia de no preguntar, sino afirmar: Tú eres el Mesías, el hijo del Dios vivo.