“Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”, dice san Pablo en la primera lectura de hoy.

Esto, que suena maravillosamente bien, pues es expresión de una humildad fuera de toda duda, sin embargo, es algo que nos cuesta vivirlo mucho, especialmente en una época con tintes individualistas en los que nos cuesta aceptar que nuestra gran fuerza pueda proceder de algo externo a nosotros. Pero, por el contrario, los cristianos creemos que sin Jesucristo no podemos hacer nada, pues todo el bien procede de Dios.

Hoy, día en que celebramos a un gran obispo español, san Isidoro, que en su vida y su legado demostró una sabiduría que, ciertamente, no procedía de él, podemos pedirle al Señor la gracia de reconocer con paz nuestra pequeñez, nuestra debilidad, ¡incluso nuestro pecado! Porque cualquier nadería de nuestra vida, en las manos de Dios, se convierte en fuerza imponente que nos eleva a límites insospechados. Vamos a pedir al Señor la capacidad de poder repetir, como san Pablo, aquello de que nuestra fuerza se realiza en la debilidad.

Si no sabes cómo, un buen comienzo puede ser irte al sagrario de tu parroquia y ponerte en presencia de Jesús intentando no controlarle, dejando que Él ponga en tu corazón ese pensamiento o sentimiento que quiera. Relaja tus impulsos y entrégate a la sorpresa que el Señor te quiera regalar, pues, lo termines de creer o no, siempre está a la puerta de nuestro corazón llamando a la puerta para entrar. ¡Abramos las puertas para que el Señor pueda ser el centro de nuestros anhelos!