He oído muchas veces la frase “querer querer” que, en su misteriosa redundancia, indica la voluntad de querer, de amar, de empeñarse, es la expresión del triunfo de la voluntad por encima de cualquier desgana. Lo que pasa es que la vida no funciona a golpe de voluntad. El otro día estuve con una interna muy joven en el ala de psiquiatría, la pobre se había arrojado a las ruedas de un coche, ya no podía con su depresión estructural. Era una forma de gritar públicamente que alguien le quitara de una vez el bloque de níquel atado al cinturón que le restaba vida. Hablaba con el sosiego extra que regala la química de las pastillas. Entonces me dijo en un momento, “rezo todas las noches el rosario, quiero que el Señor me oiga, quiero querer estar bien”. Se le escapó la expresión del querer querer. Pero ni el empeño más obstinado era capaz en su caso de devolverle la alegría de estar viva. Sus dedos eran inútiles para sostener la página de un libro, ¿cómo podía devolverse la vida a sí misma?, ¿con su voluntad de pajarillo?

Antes de proceder a tareas imposibles, es muy conveniente la revisión humilde del estado personal, como el del coche propio. El cuerpo de esta joven, a quien, llamaré Clara, necesitaba el descanso absoluto, lo contrario a la voluntad, la no-luntas, el dejarse hacer, la sutileza de un avance diario mínimo.

Pongamos por caso que tu marido lleva semanas ciego de trabajo, y notas que no deja resquicio para una conversación sosegada en la que te escuche. Su actitud está produciendo un desemparejamiento invisible, una fuga de contactos con cruce de silencios muy feos. Es algo tan delicado que no se puede ni expresar con palabras. Tú le dices al Señor que por encima de todo quieres quererle (ahí está el famoso querer querer del voluntarista). Pero tu empeño no servirá de nada hasta que él no se dé cuenta de que tiene el corazón y la cabeza en otro sitio. No es la voluntad, es la necesidad de lucidez por ambas partes.

Hoy el Señor nos dice en el Evangelio que conviene que se marche, ya que de esa manera el Espíritu Santo les revelará mucho más de Él que lo que les alcancen las propias luces. A veces echamos demasiado tiempo en la formación y en la preparación, y dejamos poco para dejar que la avanzadilla del Señor sea la que tome la iniciativa. Qué bien contaba Thomas Merton su propia vida en aquel libro célebre, “La montaña de los siete círculos”. Allí resumía su trayectoria espiritual en tres puntos: la felicidad es el vaciamiento de uno mismo para dejar pasar a Dios; la satisfacción se encuentra más en las personas que en las cosas; y la simplicidad conduce a una vida más plena.

En esta escuela se desestima la voluntad, el empeño, la propia fortaleza, y se va dejando pasar al Espíritu Santo como al esposo a quien se confía el cuerpo, el alma, la propia vida.