Ayer, en la traca final de la gran fiesta de la Pascua, vino el Espíritu Santo Paráclito, enviado por el Padre y el Hijo. Sólo Dios nos puede regalar personas. Y nos ha regalado tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Vivimos en la mejor etapa de la historia de la humanidad, en la que el Señor ha roto el velo que nos impedía conocerle y amarle y Él mismo ha entrado en nuestras vidas para proponernos ser hijos adoptivos, coherederos con Jesucristo de la herencia del Padre. Una vida de sanación y sobre todo de plenitud y de comunión perfecta en el amor de Dios. No lo vivimos de modo pleno, pero todo eso ya se nos ha dado en la Pascua de Jesús y en Pentecostés. Hoy, mañana y pasado y el siguiente… es el Kairós, el tiempo en que Dios se ha manifestado y ha vencido. Cada día de nuestra vida es un paso en esa historia universal y personal que cada uno recorre hasta que vivamos plenamente lo que somos: hijos de Dios.

Digo estas cosas porque todo es tiempo de Dios. Me ha gustado poco el término “tiempos fuertes” aplicado a ciertos momentos litúrgicos, como el Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. El término es equívoco, pues implica que hay “tiempos débiles”. Y el tiempo ordinario no es más “flojo” que el resto. Sigue siendo un kairós de Dios, un tiempo en que se manifiesta y se hace presente el Señor con fuerza y poder. Sigue vivificando la Iglesia y conduciéndola hasta el Reino eterno.

El “tiempo ordinario” no es “tiempo rutinario”, sino “cotidiano”, que no es lo mismo. El evangelio de hoy sucede justo después de un acontecimiento absolutamente extraordinario, la transfiguración en el monte Tabor, cerca de Nazaret. Es el monte del que bajan Jesús, Pedro, Santiago y Juan. Vuelven a la vida “ordinaria” después de ese subidón emocional y adrenalítico de ver la gloria de Jesús. Después, al bajar, vuelven a lo cotidiano: acompañar al Maestro, ayudarle, ver milagros… y también no entender muchas cosas que hace el Mesías, incluso disgustarle, por no citar la traición que obrarán casi todos. Así es nuestra vida muchas veces.

Pienso en cuántas veces, después de unos días de ejercicios espirituales —que es conveniente hacer todos los años para mantener el espíritu en forma—, la experiencia se parece a la transfiguración del Tabor o Pentecostés; pero al finalizar, tenemos que bajar del monte a la vida real. Nos pasa, o al menos a mi me ha pasado mucho, lo mismo que a los Apóstoles.

“Todo es posible al que tiene fe”. Y cada día de nuestra vida renovamos nuestra fe en el Maestro, al tiempo que le pedimos al Paráclito que nos la aumente. Y si experimentamos un nubarrón de oscuridad, nos viene como anillo al dedo la petición humilde del padre del niño enfermo: “Creo, pero ayuda mi falta de fe”.

Hace años rezo con frecuencia una oración a modo de letanía que he enseñado a muchos a rezarla, y que renueva nuestra fe, esperanza y caridad en el Señor:

Creo en Dios Padre,

Creo en Dios Hijo,

Creo en Dios Espíritu Santo,

Creo en el Santísimo Sacramento del altar.

Espero en Dios Padre…, etc.

Amo a Dios Padre…, etc.