El Apóstol Santiago hace una referencia que nosotros hemos convertido en dicho popular: “Tienes más paciencia que el santo Job”. Éste personaje del Antiguo Testamento padeció indecibles sufrimientos físicos y morales, y aún así, no maldijo a Dios, ni juró en falso, aunque el diablo le tentaba de diversos modos para que lo hiciera. Es modelo de la paciencia.

Pero el modelo perfecto de esa paciencia es Jesús. Abundando en lo ya experimentado por Job, lo lleva a plenitud, manifestando la paciencia como un camino de virtud heroica que lleva a la santidad. Tampoco Jesús maldijo a Dios en los tormentos que pasó, ni juró en falso por su afrenta, sino que con una paciencia perfecta, aceptó la ignominia y sufrió los dolores, y presentó voluntariamente el ofrecimiento de sí mismo al Padre en reparación de los pecados de la humanidad. Somos hijos de la paciencia de Dios.

Santiago alude a la paciencia con las personas: “Hermanos, no os quejéis los unos de los otros”. En la vida de cada día, tenemos mil oportunidades para hacer gala de una obra de misericordia bien vivida: sufrir con paciencia los defectos del prójimo. Se refiere, por una lado a la personalidad y forma de ser que cada uno tiene, que no llega a ser plena porque hay facetas no desarrolladas, acentos variados, hábitos particulares, modos de pensar y actuar determinados. El origen de los defectos es la imperfección, que no es un pecado como tal, sino más bien una condición de nuestro ser y estar: somos imperfectos por naturaleza. Pero también se refiere a los pecados que vemos en el prójimo: la imperfección puede llevar al pecado. Y también es objeto de nuestra paciencia.

Aprendamos de la paciencia de Cristo con los Apóstoles, sus más cercanos amigos. En el Evangelio aparecen retratados muchos defectos y pecados de quienes eran las columnas de la Iglesia. Y la paciencia del Maestro brillaba más que sus defectos, porque los amaba intensamente. Este amor de Dios es la escuela y el secreto de la paciencia. Cuando tengamos un enganche especial con una persona determinada, acudamos a Jesús y, en oración, dejemos que su amor no convierta la mirada. Nosotros solos no podremos, pero con la ayuda de Jesús, con su amor, venceremos el gran pecado de la impaciencia con los demás.

Ya lo dijo Santa Teresa: “la paciencia, todo lo alcanza”. El reverso tenebroso de la frase teresiana sería: “la impaciencia todo lo destruye”. Detrás de muchos divorcios, tema del Evangelio de hoy, está la terquedad de corazón, que en el fondo es falta de amor e impaciencia que destruye una relación tan íntima como es el matrimonio. En realidad es el amor esponsal el amor más íntimo, pues es del que nacemos cada uno de nosotros: el amor de Cristo por la Iglesia está en el origen del amor entre nuestros padres, que fueron fecundos engendrándonos.

Vivimos en la era de la ausencia de un amor para siempre. Hemos dejado de creer en el amor, y por eso, ya la gente ni se casa. Ni siquiera se casan por lo civil: viven juntos hasta que decidan separarse. Hay miedo a la impaciencia, a no aguantarse, y ante ese miedo, sólo conviven, sin ningún tipo de compromiso público. El subjetivismo, el individualismo, no construye comunidad: la diluye. Y la impaciencia, que tarde o temprano aparece, pone punto final a la relación entre los esposos, las parejas de hecho o de deshecho. Hemos dejado de creer en el amor. Esto pasaba hace dos mil años, y los fariseos lo explican detenidamente. Jesús responde con la propuesta de un amor para siempre: el amor eterno de Dios.

El otro día, haciendo un expediente matrimonial, me decía la novia: “quiero casarme por la Iglesia para manifestarle amor eterno a mi novio”. Esta preciosa idea me sirvió para orientarla hacia un sentido más adecuado al misterio que el sacramento del matrimonio quiere celebrar. Y le expuse que en realidad, el sacramento es pedirle al Amor Eterno que te permita amar al esposo con su misma intensidad.

Creamos en el Amor de Dios, ¡existe y es eterno, y cambia el mundo!. Cambia nuestro mundo, tocado del desamor.