Entre las diversas exhortaciones de Santiago Apóstol, encontramos hoy la descripción del sacramento de la unción de enfermos: “¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que recen por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al enfermo y el Señor lo restablecerá; y si hubiera cometido algún pecado, le será perdonado”.

Quizá tenemos que ponderar más acertadamente la práctica de este precioso sacramento, en que se hace palpable el cuidado y la ternura de Jesús por los enfermos. Nuestro mayores le tenían algo de pánico, porque llamaban al cura cuando ya estaba todo perdido, y la muerte era inminente. La unción de enfermos era la “extremaunción”, el billete de vuelo a la eternidad. Esta práctica, separada del rico contenido del sacramento, vinculaba directamente la visita del cura a matar al enfermo. Y muchas personas lo siguen considerando así: un día, llevando la Comunión a una persona enferma, me crucé con un vecino que bajaba, y me preguntó: “¿Quién se está muriendo?”. La verdad es que el cuadro no puede ser más grotesco: la unción de enfermos convertida en el finiquito del enfermo; el cura, vestido de negro, como la muerte con su guadaña.

Es cierto que la unción de enfermos tiene un efecto de preparación para el último tránsito, pero no es el único efecto. La Escritura recoge otras muchas consideraciones y así lo ha recogido la tradición, plasmada en el Catecismo (nn. 1499-1532). Puede ser un buen día para leer acerca de este gran sacramento. Nos permitirá valorar mejor su práctica y ayudar a todos los cristianos a vivirlo como un auténtico encuentro con el Señor resucitado, que sigue cuidándonos y acompañándonos en nuestra enfermedad.

La unción de enfermos, afirma el Catecismo, implica un don particular del Espíritu Santo, nos une más estrechamente a la Pasión de Cristo, conlleva una gracia eclesial, que lleva al cristiano a ofrecer su dolor por el Pueblo de Dios. El cuidado y atención a los enfermos cuenta con el gran consuelo de un sacramento que, bien vivido, ayuda a los cristianos a identificarse con Jesús, a llenarse de su mismo Espíritu y a ofrecer su vida, como Jesús, por todos los hombres.

Vivamos hoy la inocencia de niños que nos pide Cristo en el Evangelio, y seamos sencillos acogiendo el don de este sacramento, que tanto consuelo lleva a nuestro dolor y pecado. Llevemos esta buena noticia a nuestros familiares y conocidos enfermos. Y si es necesario, preparemos a los moribundos a dar el último suspiro de su vida dando la mano a Jesús, el Eterno.

Hablando de infancia, hoy celebramos a San Felipe Neri, que desrrochó toneladas de paciencia ayudando a convertir a niños complicados en personas hechas y derechas.