29/5/2018 – Martes de la 8a semana de Tiempo Ordinario.

El otro día desayuné con tres amigos: un religioso claretiano y dos jóvenes “pobres” (vamos, que la sociedad hoy les pondría en seguida este adjetivo), o dicho con el lenguaje del evangelio de hoy, “últimos”: uno nacido aquí, en Madrid, el otro, en Marruecos. Nos iban a ayudar después a preparar una sala para una conferencia, porque eso es lo que hacen siempre los que han tenido peor suerte en la vida: terminar ayudando a los que hemos tenido más suerte, que podemos compensarles, aunque sea no ya con un café y unas tostadas, sino con un rato para ellos especial, estar con otros hablando de lo difícil que es la vida, pero también de tantas cosas buenas, bromeando y riendo juntos. Saberse uno más, integrado, normalizado.

Mientras colocamos la sala, mi amigo claretiano me dijo: yo sería feliz si me dedicase por completo, como el famoso padre Flanagan, de la Ciudad de los Muchachos, a acompañar a chavales como estos. La vida ha sido dura con ellos, pero precisamente por eso te enriquecen, te ponen en la verdad, te acercan a Dios.

Este deseo de mi amigo claretiano expresa de modo excepcionalmente claro lo que Jesús pide a sus discípulos: “que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más – casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras,
con persecuciones – y en la edad futura, vida eterna”.

Porque no se trata sólo del acto de la “entrega” física de la propia casa o el dejar por los trabajos del Reino la propia familia (y que en el caso de mi amigo, religioso, forma parte de sus propios votos), sino de algo previo, aún más importante, y más universal porque no va unido a una vocación específica, como es la de la vida religiosa, sino a la vocación universal a la santidad. A saber: desear y anhelar estar en las periferias existenciales del mundo, entre los últimos, porque allí esta Jesús. No huir de ellas, sino al contrario, de un modo u otro, buscarlas, encontrarlas, y disfrutar del encuentro con Jesús-último, desengañados por haber querido encontrar, sin éxito, porque no existe, al Jesús-primero.

Hace pocos días estuvo en Madrid monseñor Kike Figaredo. En un encuentro con universitarios le preguntaron si se podía ir a Camboya a ayudarle unas semanas en la obra por él fundada de atención a niños mutilados por las minas antipersona. Él les dijo que si pero que, a quien quisiese ir, siempre le hacía la misma pregunta: ¿Y tu, en tu ciudad, cuantos amigos pobres tienes, como se llaman, que problemas tienen, les confías tu también los tuyos? Porque si uno no se hace pobre con los pobres, de nada sirve hacer de héroe por unas semanas. Hay que ir de Jesús-último a Jesús-último. Lo demás es querer hacer trampas en el juego de la vida.