1Re 19,19-21; Sal 15; Mt 5,33-37

Así como el corazón de Jesús nos muestra el abismo de amor que, por el Hijo y el Espíritu, cuya fuente inextinguible es el Padre, se nos dona en Dios, por el corazón del hijo y el de María, su madre, conocemos en nuestra  carne las maravillas de ese amor de maternidad que se nos abre en Dios. Quizá de Dios, el Dios Trinitario, podríamos decir solo dos cosas: su Gloria y su Amor. Pues ambas palabras comprometen el ser de Dios por entero, hasta el punto en que hoy podemos decir que el ser de Dios es un abismo inextinguible, pero no un abismo de nada, sino un abismo de Amor. Solo el Amor completa la ilimitación de ese abismo. Mas nosotros no tenemos ni ojos para ver ni oídos para sentir ese Abismo, lo comprendemos en la maternidad asombrosa que descubrimos en el corazón de María, la Madre de Jesús, que nos sirve de analogía para comprender la maternidad del corazón de Jesús, de donde manaron el agua y la sangre que nos humedecen, impidiendo que nuestras sequedades se hagan con todo el proscenio de lo que somos. Maternidad, pues, de humedades. De agua y de sangre, que son los constitutivos de la Iglesia: agua del bautismo, sangre de la eucaristía, que se nos dan en la carne muerta y resucitada de quien fue diseñado por las manos de Dios para que nuestra carne fuera como la suya cuando alcanzara, tras suave suasión de nuestra libertad enamorada, la plenitud de nuestro ser, recuperando por la gracia de esas manos salvadoras, redentoras, justificadoras, la naturaleza prístina de nuestra imagen y semejanza.

Ahora bien, estas alturas excelsas de la contemplación teológica del Abismo de amor de Dios, nos sobrepasan. Por esto, nosotros tenemos que mirar desde abajo. Desde el corazón. Desde las humedades amorosas de nuestro corazón, de nuestro arrepentimiento lleno de lágrimas, de nuestra nostalgia de Dios. Por ahí nos encontramos con el corazón maternal de Jesús, que nunca nos abandona, arrecogiéndonos en la herida de su costado. Costado eclesial, porque en él y de él nace la Iglesia. Sin ella, no podríamos ni contemplar ni percibir el amor del corazón que acepta ser traspasado, y lo hace desde el designio creador de la carne, para que, ya entonces, con suave suasión nos atraiga ese punto de recreación en el amor del corazón.

¿Y el corazón de María? La Iglesia ha ido comprendiendo la importancia de la maternidad de Dios, que puede no ser evidente si nos quedamos, simplemente, en la contemplación horrorizada de nuestro seremos como dioses, fuente de todo mal, de todo pecado; como si eso hubiera secado para siempre nuestro ser, no más ya que ser de pecado, sobre el que deberá ser echado un manto que oculte con la gracia lo que seguimos siendo en el hondón de nosotros mismos. No, eso no. En María comprendemos que las cosas no son así. Que la justificación nos otorga el perdón, rehaciendo la naturaleza de imagen y semejanza que somos desde siempre. La obra de Dios no fue destruida por nuestro pecado. La maternidad de Dios nos lo enseña con ternura. El corazón de Jesús, corazón de amor que se nos dona en su plenitud, nos ofrece de nuevo la naturaleza entera de nuestro ser, y esto se nos muestra en María, la Madre. Es asombroso y definitivo que podamos decir la Madre de Dios, de modo que en su corazón maternal veamos refulgir el corazón del Hijo y la Gloria del abismo de Amor que es la Trinidad Santísima.