Hoy nos vamos a fijar en el salmo responsorial, que habla del ansia del hombre por encontrarse con Dios. Vemos que hay una gran unidad entre el salmo y la primera lectura. En ella se nos habla del profeta Elías, que se ha escondido en una gruta del monte Horeb huyendo de sus perseguidores. Podemos imaginarlo en esa situación angustiosa dirigiéndose a Dios con palabras semejantes a las del salmo.

Pero más allá de esa coincidencia podemos fijarnos en el texto de esta bella oración. Al inicio de ella se nos dice: “Oigo en mi corazón: buscad mi rostro”. Dios ha puesto en el interior de cada uno de nosotros el deseo de buscarle, porque nuestra dicha sólo es plena cuando nos encontramos con Él. Dios, en su sabiduría, ha dispuesto que el hombre no pueda saciarse sino cuando se encuentra con Él. De ahí que muchas veces sintamos la insatisfacción o el vacío en nuestro interior. Hemos sido hechos para Dios.

Muchas veces no somos capaces de identificar esa insatisfacción que nos muerde en el interior. Estamos inquietos, como decía san Agustín y nos volvemos sobre las cosas exteriores. Pero en ninguna de ellas encontramos la correspondencia adecuada a lo que desemoas más íntimamente.

Si ese deseo está dentro de nosotros es porque Dios lo ha puesto. Y lo ha puesto porque desea encontrarse con nosotros. Y busca una relación cercana. Quiere encontrarse con nosotros cara a cara, por eso experimentamos ese anhelo dentro de nosotros.Lo que pide el salmista, y se apunta en ese encuentro sorprendente de Elías con el Señor, que se manifiesta en el viento suave, ahora es posible porque Dios se ha encarnado. El encuentro con Jesús no supone, para nosotros, una experiencia que quede fuera de lo humano, precisamente porque Dios ha entrado en nuestro mundo. Lo que en nuestra vida deseamos es contemplar, cada vez con mayor nitidez el rostro de Jesús.

Quizás en nuestra vida de oración deberíamos dedicar más tiempo a contemplar el rostro de Cristo. En Gaudete et Exsultate el Papa Francisco ha vuelto a poner delante de nosotros la enseñanza de las bianventuranza. El capítulo III de dicha exhortación las comenta una a una. Detenerse en ellas para descubrir la fisonomía espiritual de Cristo y para darnos cuenta de que, viviendo las bienaventuranzas (siempre con la ayuda del Espíritu Santo) vamos contemplando a Cristo, que nos va configurando con él.

La contemplación del rostro de Cristo, que ilumina toda nuestra existencia, nos impulsa a unirnos cada vez más a Él. La última estrofa del salmo apunta al deseo de eternidad. Después de haberlo conocido lo que más deseamos es permanecer para siempre junto a Él. Ahora Él ya está con nosotros pero, sin embargo, a nosotros no nos es fácil tenerlo siempre presente. De ahí las palabras del salmo: “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida”. Haber encontrado a Jesús, donde se revela la verdad de Dios y también de cada uno de nosotros cambia la vida. En ese nuevo caminar, que ahora tiene por horizonte la vida para siempre junto con Dios, no faltan dificultades. Por eso se exhorta también a la esperanza. Esta es posible porque Dios ya nos ha anticipado algo de lo que nos promete.

Que María nos enseñe a contemplar el rostro de su Hijo para así avanzar fielmente en el camino de la fe.