Martes 19-6-2018 (Mt 5,43-48)

«Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos». Jesús continúa su Sermón de la Montaña –probablemente su predicación más larga e importante– desvelando nuevas exigencias de la ley del amor. Ahora nos pone delante una de las más difíciles de vivir e incluso de comprender: amar a nuestros enemigos y hacer el bien a los que nos persiguen. En este punto, quizás tú y yo ya nos hallamos escandalizado de Jesús antes incluso de empezar… Y, casi sin pensarlo, le decimos: “¡Maestro, eso es imposible! ¡Esto no tiene ningún tipo de sentido!”. A lo mejor no lo hemos dicho, pero estoy casi seguro de que, en el fondo del corazón, hemos pensado que al actuar así no haríamos más que el ridículo y seríamos el hazmerreír de todos. “¿Quién pudiera vivir así?” Parece más bien propio de canciones como Imagine de John Lennon que de nuestro mundo real. Pero nuestro mundo real se transforma porque en él hay hombres y mujeres que se dejan transformar el corazón por Dios, y así comienza en ellos a la civilización del amor.

«Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos». Cristo no pide las cosas porque sí. Él dice claramente que estas nuevas exigencias que presenta tienen un sentido más profundo. La nueva ley del amor es sólo el modo concreto de vivir y de comportarse propio de los hijos de Dios. Fíjate, los hijos se parecen a sus padres. Heredan su forma de hablar, sus costumbres y manías, sus gustos e incluso sus rasgos físicos. Vemos a alguien y decimos: “claro…, ¡es hijo de Fulano!”. Pues Dios Padre es un abismo de amor infinito para todos sin distinción, obra con generosidad derramando su ternura sobre todos, es ese padre misericordioso que espera con anhelo el regreso de su hijo perdido. Él es Padre de todos, le reconozcan o no. Si de verdad somos hijos de nuestro Padre Dios, no podemos actuar de otra manera. Así lo hizo Jesucristo, el Hijo, que amó a sus enemigos hasta el extremo de dar su vida también por ellos y perdonarlos mientras colgaba de la Cruz.

«Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Todos tenemos modelos en nuestra vida. Futbolistas, deportistas, periodistas, hombres de negocios, cantantes o artistas… crean tendencias y son imitados por millones de personas. Pero nosotros, los cristianos, no podemos conformarnos con imitar a hombres de carne y hueso como nosotros. ¡Somos hijos de Dios y nuestro modelo es Dios mismo! Así como es Dios, así tenemos que ser sus hijos. Para eso, tenemos que conocerle, tratarle, amarle, hablar con Él. Tenemos que descubrir cómo es Dios mismo, cómo actúa con nosotros y con todos los hombres, para que cada día se nos vaya pegando su modo de ser y de obrar. Así, al vernos, todos dirán: “claro…, ¡es hijo de Dios!”.