Domingo 24-6-2018, Natividad de san Juan Bautista (Lc 1,57-66.80)

«A Isabel se le cumplió el tiempo y dio a luz un hijo». Dios tiene mucho sentido del humor. En medio del calor agobiante de finales de junio, ha querido que su Iglesia conmemore una figura que nos trae al recuerdo los fríos de invierno y los dulces pero ya lejanos días de la Navidad. Una figura que en muchas ocasiones ha pasado desapercibida, como un santo de segunda fila… Una figura que quedó eclipsada por Aquél a quien había venido a anunciar y supo menguar para que otro creciera. Sin embargo, en labios del mismo Jesús, él es «el mayor de los nacidos de mujer». Además, su nacimiento se celebra, en claro paralelismo con el de Cristo, el día del solsticio de verano (el 24 de junio según las antiguas mediciones). No estamos hablando de un santo cualquiera, sino de un hombre elegido por Dios antes de su misma concepción para una misión imprescindible: preparar al pueblo y los corazones de muchos para la venida cercana del Salvador. Una gran misión para un gran hombre.

«Juan es su nombre». Éste es, en efecto, Juan el Bautista. Su nombre, Juan, significa “fiel a Dios”, porque en Él llega a su cumplimiento la fidelidad del pueblo de Israel a Dios. Él es el último de los profetas del Antiguo Testamento y el primero de los testigos del Nuevo. Por eso, tan singular fue su misión, la de cerrar un capítulo de la historia de la salvación y abrir otro nuevo y definitivo. Él iba a venir, como anunció el ángel a su padre Zacarías, «con el espíritu y poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes, a la sensatez de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto». En definitiva, su misión fue la de anunciar a Cristo. Con su vida austera, penitente y pobre; con su predicación audaz, enérgica y fulminante; incluso derramando su sangre con su martirio por orden del rey Herodes… la vida del Bautista no tuvo otro sentido que señalar a los hombres quién era Cristo. No buscó nada más, no deseó nada más, no hizo nada más que dar a conocer a Cristo a todos los hombres. ¿No ves también que esta es nuestra misión, la tuya y la mía? Si estamos en este mundo, es porque Dios nos necesita a ti y a mí para que todos los hombres le conozcan y le amen. Porque necesita que anunciemos su salvación. Nuestra vida en este mundo no tiene otro sentido. Nada más… ¡y nada menos!

«Todos reflexionaban diciendo: “¿Qué va a ser de este niño?”». Nosotros sabemos qué fue de Juan Bautista. Desde su nacimiento fue consagrado al Señor. Vivió toda su vida en el desierto, hasta que comenzó su predicación en el Jordán, invitando a todo Israel a  recibir un bautismo de conversión. Predicó la llegada del Mesías prometido y lo señaló después entre los hombres. Sus propios discípulos se fueron tras de Jesús. Su misma predicación le granjeó la enemistad de Herodes, sufriendo una persecución que le llevó a la cárcel y, más tarde, a morir decapitado por su testimonio de la verdad. Él anunció a Jesús y, luego, despareció. Dedicó su vida a la misión de prepararle un camino, y cuando Él apareció supo ocultarse antes todavía de haber contemplado con sus propios ojos los frutos de la vida, muerte y resurrección de Cristo. Por eso, él es el “testigo fiel”, el testigo por excelencia, el modelo de todos los que queremos ser testigos de Jesús. Él mejor que nadie comprendió que su importantísima misión se resumía en ocultarse y desaparecer, para dejar que sólo Jesús se luzca. Así lo dijo él mismo: «Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar».