Comentario Pastoral

EXIGENCIAS DE LA PREDICACIÓN DEL EVANGELIO

No es fácil predicar. No se debe hablar a la asamblea litúrgica dominical, reunidos para celebrar la Cena del Señor, ni desde arriba con un absolutismo autoritario, ni desde fuera de ella, como si el predicador no fuese un miembro más del pueblo de Dios. El creyente predicador ha de anunciar el Evangelio como el servidor de la comunidad, que presta su voz para que Dios siga hablando a su pueblo y comunicándole la salvación. Ha de predicar desde dentro de la asamblea, en fraternidad con los fieles congregados, en sintonía con la misión apostólica, y en fidelidad al mensaje evangélico.

La liturgia de este domingo decimoquinto del tiempo ordinario nos presenta un análisis preciso de las exigencias y características esenciales que hay que tener para anunciar la Palabra de Dios: fidelidad, entrega y libertad.

Cristo llama a hombres concretos para que cooperen en su misma misión de anunciar la salvación. Nos lo recuerda hoy el evangelista San Marcos al narrarnos la llamada de Jesús a los Doce, a quienes ha constituído apóstoles. El Maestro les envía a una primera experiencia, a modo de prueba, antes de la misión definitiva y universal, que tendrá lugar después de la resurrección. Y les envía «de dos en dos», según la costumbre judía, para ayudarse mutuamente y testimoniar la verdad que deben proclamar. Jesús quiere que sus misioneros itinerantes no lleven «ni pan, ni alforja, ni dinero, ni túnica de repuesto», es decir que estén libres de apoyo humano para que encuentren seguridad en la fe en Dios. De este modo los apóstoles tendrán libertad interior y total disponibilidad para evangelizar.

Todo discípulo de Jesús es profeta y misionero, con libertad espiritual, sin condicionamientos de esquemas y de intereses políticos y sociales. Su entrega debe ser total para no convertirse en mero funcionario de lo sagrado. Su misión puede conocer incluso el rechazo no solo de los que viven al margen de la fe, sino de los que se confiesan religiosos. Su anuncio es la conversión, la recapitulación de todas las cosas en Cristo, la justicia de Dios y la universalidad de la salvación.

Dios no cesa de enviar profetas a su pueblo. Frente a las malas noticias que todos los días nos transmiten los periódicos y telediarios, se abre paso la «Buena Noticia» de Jesús. En la eucaristía dominical Cristo renueva la misión y fortalece el corazón de todos los que anuncian o acogen el Evangelio.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Amós 7, 12-15 Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14
san Pablo a los Efesios 1,3-14 san Marcos 6, 7-13

 

de la Palabra a la vida

En este domingo y en el próximo, la Iglesia nos ofrece la oportunidad de reflexionar acerca de la tarea de los pastores en la historia de la salvación; en este, particularmente, sobre su don de profecía, por el cual Dios ha querido revelar su voluntad a los hombres a lo largo de la historia. El anuncio que estos profetas van a ofrecer al mundo nos lo recuerda el salmo responsorial: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos, y a los que se convierten de corazón». La paz es la comunión entre Dios y el hombre, la perseverancia en la comunión a pesar de las infidelidades y debilidades por nuestra parte. Nuestra paz es saber que permanecemos Juntos. De ahí la urgencia divina: este mensaje es tan importante que no se puede perder el tiempo en nada, sino solamente «salir, caminar y sembrar siempre de nuevo».

Profetizar es decir a los hombres que Dios permanece a su lado, que les ofrece compañía, curación, una palabra de ánimo. Pero es necesario destacar el origen de estos profetas: no han sido elegidos por su pericia, por su don de palabra, por sus estudios o por pertenecer a una determinada familia. Nada más lejos: Amós es pastor y cultivador de higos, Pedro y sus amigos son pescadores… ¿Qué podemos esperar? ¿Acaso un anuncio que venga de gente sin la adecuada especialización puede resultar eficaz? Dios no va a suplir las debilidades de cada uno, no va a convertirlos en super hombres, capaces de afrontar esta tarea sin fisuras, sin preocupaciones, anulando sus pobrezas… como si dejaran de ser ellos mismos.

Al contrario, Dios va a poner junto a sus debilidades lo necesario para el buen término de su labor, los va a proveer para que aprendan a no tener miedo, a no fiarse de falsas seguridades, que retrasan y desvían del objetivo, y lo va a hacer -dice el evangelio- dándoles autoridad. Esa autoridad consiste en una predicación acompañada con signos, de tal forma que quien les observe pueda reconocer en ellos la acción de Dios, pueda contemplar la maravilla del poder divino, que se comunica no solamente con palabras más o menos elocuentes, sino con signos en los que la pobreza y la debilidad se asocian con la belleza y la grandeza, anunciando así que Dios está entre los hombres, que cuenta con ellos, que se comunica por medio de ellos.

Los profetas, por su parte, tendrán que ser obedientes a los consejos que reciban, a la forma de la predicación, y permanecer siempre en el mensaje divino, el fondo de la misma. Por eso, es llamativa la insistencia, en la primera lectura y en el evangelio, en que los profetas coman, se alimenten, y se queden en la casa que les acoja: estos profetas se tienen que servir de su humanidad para comunicar la divinidad, por eso la humanidad, en sus aspectos más prácticos, debe ser cuidada. Dios se ha comunicado por una humanidad perfecta, con todo lo propio: no hay mejor manera de anunciar al Dios hecho hombre que con una normalidad, una humanidad reconocible, cierta. En ella y por medio de ella, Dios nos dirige la palabra que salva.

Una última advertencia necesaria: el profeta puede no ser escuchado. El profeta no es un triunfador, al contrario, experimentará el mismo rechazo que experimentó el mismo Hijo de Dios, pero cuando la palabra predicada sea acogida, entonces todo esfuerzo habrá merecido la pena, entonces la alegría en el cielo es más grande que cualquier sufrimiento en la tierra. La semilla se siembra, pero no siempre da el fruto deseado: por eso, no hay que desanimarse, que desesperar. ¿Somos anunciadores, en nuestra debilidad, de la palabra? ¿Camuflamos nuestra debilidad o la empleamos como medio? ¿Qué actitud surge en nosotros cuando nuestra oferta no es aceptada, cuando es despreciada o diferida? Gracias, dar gracias, es la actitud propia: por la autoridad recibida, por la palabra empleada, por la vida ofrecida.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

En la historia de la piedad mariana aparece la «devoción» a diversos escapularios, entre los que destaca el de la Virgen del Carmen. Su difusión es verdaderamente universal y sin duda se le aplican las palabras conciliares sobre las prácticas y ejercicios de piedad «recomendados a lo largo de los siglos por el Magisterio».

El escapulario del Carmen es una forma reducida del hábito religioso de la Orden de Hermanos de la bienaventurada Virgen del Monte Carmelo: se ha convertido en una devoción muy extendida e incluso más allá de la vinculación a la vida y espiritualidad de la familia carmelitana, el escapulario conserva una especie de sintonía con la misma.

El escapulario es un signo exterior de la relación especial, filial y confiada, que se establece entre la Virgen, Reina y Madre del Carmelo, y los devotos que se confían a ella con total entrega y recurren con toda confianza a su intercesión maternal; recuerda la primacía de la vida espiritual y la necesidad de la oración.

El escapulario se impone como un rito particular de la Iglesia, en el que se declara que «recuerda el propósito bautismal de revestirse de Cristo, con la ayuda de la Virgen Madre, solícita de nuestra conformación con el Verbo hecho hombre, para alabanza de la Trinidad, para que llevando el vestido nupcial, lleguemos a la patria del cielo».

La imposición del escapulario del Carmen, como la de otros escapularios, «se debe reconducir a la seriedad de sus orígenes; no debe ser un acto más o menos improvisado, sino el momento final de una cuidadosa preparación, en la que el fiel se hace consciente de la naturaleza y de los objetivos de la asociación a la que se adhiere y de los compromisos de vida que asume».

(Directorio para la piedad popular y la liturgia, 205)

 

Para la Semana

Lunes 16:
Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo. Memoria.

Is 1,10-17. Lavaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones.

Sal 49. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.

Mt 10,34-11,1. No he venido a sembrar paz, sino espada.
Martes 17:

Is 7,1-9. Si no creéis, no subsistiréis.

Sal 47. Dios ha fundado su ciudad para siempre.

Mt 11,20-24. El día del juicio le será más llevadero a Tiro, a Sidón y a Sodoma que a vosotras.
Miércoles 18:

Is 10,5-7.13-16. ¿Se envanece el hacha contra quien la blande?

Sal 93: El Señor no rechaza a su pueblo.

Mt 11,25-27. Has escondido estas cosas a los sabios y se las has revelado a la gente sencilla.
Jueves 19:

Is 26,7-9.12.16-19. Despertarán jubilosos los que habitan en el polvo.

Sal 101. El Señor desde el cielo se ha fijado en la tierra.

Mt 11,28-30. Soy manso y humilde de corazón.
Viernes 20:

Is 38,1-6.21-22.7-8. He escuchado tu oración, he visto tus lágrimas.

Salmo: Is 38,10-12.16. Señor, detuviste mi alma ante la tumba vacía.

Mt 12,1-8. El Hijo del hombre es señor del sábado.
Sábado 21:

Miq 2,1-5. Codician los campos y se apoderan de las casas.

Sal 9. No te olvides de los humildes, Señor.

Mt 12,14-21. Les mandó que no lo descubrieran. Así se cumplió lo que dijo el profeta.