El evangelio de hoy nos habla de persecuciones, esas que parecen propias en la vida cristiana, pues, al final, lo son. Si el camino de Jesucristo ha pasado inexorablemente por la cruz, la peregrinación por este mundo de todo cristiano tendrá que pasar, de un modo u otro, necesariamente por el madero sagrado.

Pero, ante todo, Jesús nos está hablando hoy de que, incluso en ese momento, tenemos que confiar máximamente en Dios. De hecho, si lo pensamos un poco, el Señor está revelando de un modo maravilloso al Espíritu Santo, al que llamamos paráclito, es decir, defensor nuestro. Y, como sucede en gran parte de los juicios, el que es perseguido por la justicia guarda silencio y deja que sea el abogado el que intente sacar las castañas del fuego. Eso es exactamente lo que debemos hacer en los mayores momentos de tribulación y persecución.
Este es un evangelio particularmente actual. No podemos olvidar que hay millones de cristianos cuyas vidas corren peligro por causa de defender su fe e, incluso, en todo el Occidente cristiano se están aprobando unas leyes profundamente anticristianas que podrían dañar seriamente nuestra libertad de expresión y religiosa. Este es otro modo de persecución silenciosa.

Por esto, se hace absolutamente necesario que invoquemos al Espíritu Santo para que guíe los corazones de los gobernantes y de los pastores de la Iglesia, para que sepan responder al gran desafío que vive el mundo en el siglo XXI.
Afortunadamente, Jesús nos ha revelado el final de la película en el evangelio que recoge Mateo: antes de que no haya sitio donde vivir y poder vivir nuestra fe, Él vendrá definitivamente y nos salvará. Un Dios tan celoso del amor de los hombres no puede aguantar que sus hijos se maten entre ellos y que aquellos que profesan amor por Él se han aniquilados.
Pidamos el don de fortaleza para que el Espíritu Santo nos ayude a resistir el combate contra el mal, que nos dé paciencia, que es hija de la esperanza y madre de la perseverancia.