Apenas encontramos alusiones a la oración de Jesús, pero de vez en cuando los Evangelios, como de pasada, nos ofrecen detalles de gran interés para todos. No hace falta ser un genio para saber que toda la actividad de Jesús va muy regada y elaborada con intensos ratos previos de soledad con su Padre: “Llegada la noche estaba allí solo”. Pero en realidad, no hay ninguna soledad: es una vida muy llena de personas amadas, muy acompañada. La vía de la oración, complementaria a la vía de la acción, es el primer y genuino paso para la comunión con Dios, y por Él, con los demás y con la creación entera. Esos ratos de intimidad de Jesús con su Padre, a solas, preceden siempre en los Evangelios a importantes decisiones o acciones que realiza Cristo. No es casualidad: es una llamada a cuidar especialmente los ratos de intimidad con nuestro Padre, sobre todo cuando tomemos decisiones importantes. Sólo de este modo el activismo, la enfermedad del siglo XIX, podrá hacernos menos daño. 

La oración de Cristo parece vinculada al episodio que sucede a continuación y del que podemos sacar mucho fruto. Pedro se hunde temeroso del viento y del ímpetu de las aguas. Y con él, se hunde la Iglesia, a quien representa. Pero Cristo ha rezado por Pedro y por la Iglesia. También en la intimidad de la última cena, el Señor advierte a Pedro de su traición, y le consuela diciéndole que ha rezado por él. Ambas escenas tienen en común la oración de intercesión de Cristo: Él sostiene, conduce a su Iglesia. Sabe de la fragilidad humana, de nuestros miedos y dudas, cobardías y tibiezas. Conoce nuestro barro. Y por eso, intercede por nosotros. Lo necesitamos.

El otro día en el metro, apareció una predicadora evangélica a voz en grito por todos los vagones. Iba diciendo: “los líderes de las religiones nos manipulan; no se dejen engañar por el Papa, por los sacerdotes (momento en que todo el vagón puso los ojos en mi, que permanecí discretamente callado y aguantando el chaparrón); el Papa no los va a salvar, ni los sacerdotes”. Continuó diciendo varias cosas similares, hasta que sacó una pequeña biblia y nos exhortó a leerla todos los días. Algo realmente muy necesario.

La señora acertó: no nos salva el Papa, ni los sacerdotes; pero tampoco la Biblia. Sólo nos salva Cristo Jesús, el Unigénito de Dios. Y Pedro, los sacerdotes, la Biblia, la Iglesia, y esa señora del metro, si no están unidos a la vid, que es Cristo, se hunden.

La oración de intercesión de Cristo se prolonga en nuestra oración de intercesión por la Iglesia, por el Papa, obispos y sacerdotes; por la vida consagrada; por los misioneros; por las familias, por las necesidades de todo el mundo… No acabaremos nunca de interceder.

Quiero terminar con una consideración. Estuve hace unos días en Subiaco, a hora y media de Roma, donde san Benito, allá por el siglo VI fundó los primeros monasterios (de pequeño tamaño). Allí está la cueva donde se retiró de las mediocridades romanas de la época para empezar una obra de reforma espiritual, volviendo a los orígenes del Evangelio. Es patrón de Europa por la luz que aportó en nuestro continente. Por esta razón, Joseph Ratzinger, quien ha vuelto la mirada a lo esencial del Cristianismo como camino de la nueva evangelización, eligió el nombre de Benedicto XVI.

En el mismo convento estuvo siglos más tarde Giovanni di Pietro Bernardone, más conocido como san Francisco de Asís, que aprendió no pocas cosas de san Benito. Fruto de aquella estancia es el retrato más antiguo que se conserva del “poverello” de Asís (lo pongo en la foto, abajo). Otro gigante en la historia de la Iglesia, que vino como agua de mayo para la renovación espiritual de la Iglesia. A Benedicto XVI le ha sucedido Francisco. Dos regalos que el Señor nos ha concedido, que tienen en común dos santos cruciales para la renovación de la Iglesia, y un acicate para que miremos lo esencial: a Cristo, a Jesús resucitado que nos dice: “no tengáis miedo, yo intercedo por vosotros”.