El Evangelio de hoy nos presenta, de fondo, una reflexión que todo cristiano debería hacerse: ¿a qué me envía el Señor?, ¿cuál es la misión concreta que Dios pretende de mí en este tiempo que estoy viviendo? Sin duda estamos ante algo que hay que responder, pero, antes, hay que tener algo claro: el Señor nos capacita para la misión.

Precisamente es lo que vemos hoy es el envío que Jesús da a los Doce. Pero, para llegar a esta condición de apóstoles, es decir, de enviados, primero han tenido que recorrer su propio camino como discípulos del Señor. Han sido enseñados, corregidos, alabados, apartados para la oración, acompañados en la intimidad… y luego enviados.

¿Qué pretendo decir con esto? Que, en la vida cristiana, casi nunca se trata simplemente de ir por el mundo intentando convertir explícitamente a todo el mundo, de pretender expulsar por uno mismo los «demonios» (defectos, errores, debilidades…) que detectemos en nosotros y en los demás. No. Más bien se trata de ponerse a cobijo de Jesús, de armarse de Él, de revestirse de Él para ser reflejo de su luz con nuestro ejemplo. Hay una frase de san Francisco al respecto brutal: «Evangeliza en todo momento y, si fuera necesario, también con las palabras». Y, cómo no, se trata también de poner el silencio interior necesario para escuchar el momento preciso en que Cristo nos convierta en apóstoles, como vemos que sucede hoy con los Doce. Ya están maduros para la misión. Por tanto, es deber nuestro ser discípulos para escuchar y convertirnos en eso que el cardenal Osoro nos está pidiendo en este año mariano, a imagen de la Madre: discípulos misioneros. Pero, insisto, primero discípulos, como María, y luego misioneros. No al revés. Primero llenarnos del mensaje, conocerlo y experimentarlo bien para, luego, llevarlo al mundo, pues, de lo contrario, corremos el riesgo de llevarnos a nosotros mismos.

PD- Ojo, cuando el Señor constituye a un discípulo suyo en enviado, jamás deja de ser discípulo, pues esta condición se debe guardar siempre.