El evangelio de hoy nos trae la respuesta de los discípulos a la pregunta que ya Herodes se hacía, aunque esta vez es Jesús quien les inquiere sobre su persona. Ojalá ayer respondieras a dicha cuestión (y, si no lo hiciste, ¡a por ello!). Hoy nos vamos a fijar en el hecho de que, nada más proclamar Pedro la divinidad de Jesús, Éste va y les anuncia que va a morir. Esta parte del Evangelio, verdaderamente, parece un tobogán constante para los Doce, sobre todo.

Pero este aparente contraste entre la gloria del Mesías y su Pasión, es sólo eso, aparente. Y es que el cristiano debe tomar conciencia lo antes posible de que el único camino a la gloria verdadera es, precisamente, la Cruz. Así lo ha permitido Dios y así debe ser para nosotros. La clave aquí está en saber reconocer a Jesús cuando estamos colgados del madero. Es la experiencia maravillosa de quien la tradición ha llamado el ladrón «arrepentido».

Para la oración de hoy te animo a que vuelvas a la cruz que haya en tu vida sin miedo; que te subas y, una vez clavado, busques al Señor. ¿Dónde estás, Señor? O, si la cruz es pasado y ya no duele mucho, vuelve ahí, contempla la escena para encontrar el lugar que ocupó Jesús en ese momento. Es un clamor que sana, que alivia el corazón de toda persona, pues, como Jesús mismo nos dijo, hay que ir a Él cuando estemos cansados y agobiados. ¿Ves? Ante la cruz, confesión de fe en Jesús, proclamación de su divina bondad. Eso es lo que Cristo mismo hizo en Getsemaní: volverse al Padre y aferrarse como un hijo pequeño a la voluntad de Dios para con Él. Cruz y divinidad, divinidad y Cruz. ¡No separemos lo que Dios ha unido!